Portada » Recuerdo envenenado (V de V)

Recuerdo envenenado (V de V)

Este cuento fue galardonado como el cuento ganador del XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna de 2017

 —Tuve razón al dudar de que volverías al día siguiente ¿Verdad? Yo no te era útil para el empeño que te trajo al pueblo y, si lo intentaste conmigo, fue porque no hallaste a la presa que buscabas. Lo que no sabías es que la presa acabarías siendo tú. Pero ya has empezado a purgar tus errores: te escondes de tus amigos, que te llaman cornudo, te mantienes alejado del pueblo como penitencia del error de un revolcón que no tenía más fin que variar la opinión de tus compañeros de juergas, que te veían como algo raro: virgen a aquella edad, sin pensar que eso, para alguien, podía ser una virtud que te hubiera llevado a la felicidad que acabas de contemplar.

— ¿Me esperaste?

—Hasta el momento de mi muerte.

— ¿Me querías?

—Fui fiel a un compromiso.

—El compromiso era solo mío.

—Que sabrás tú de compromisos. Dijiste quererme, quisiste que te creyera y te creí; me pediste que te esperara y te esperé. ¿Crees que hubiera hecho todo eso sin quererte? Mientras tú te dedicabas a compartir tu capricho con todo aquel que se le acercaba, yo me pudría aquí esperándote.        

—Lo supiste durante todos estos años.

—Sí.

— ¿Por qué no me lo dijiste? Podría haber dejado todo y volver contigo.

— ¿Para tener una aventura con la que compensar las de tu mujer? Y luego volver con ella.

—No, para quedarme contigo toda la vida.

— ¿Otra vez?

—Ya sé que no puedes creerme y puede que tengas razón, pero, créeme, hubiera tratado de que fuéramos felices. ¿Por qué me lo has mostrado ahora?

—Porque ahora sabía que te apetecería volver a la vida que despreciaste.

—Nunca pensé que la venganza anidara en ti.

—También soy humana.

—Te juro que siento muchísimo no haberte hecho feliz.

—Lo creo, porque sabes que mi felicidad estaba enlazada a la tuya, de no ser así, no lo sentirías y aunque lo dijeras no te creería.

Lucía parecía disolverse en el ambiente. Jacinto percibía cada vez más difuminados los rasgos de aquella mujer, la única mujer que pudo hacerle feliz. Casi se había desvanecido cuando se materializó de nuevo para arrojar algo brillante sobre la mesa.

—Esto es tuyo.

Era una medalla de oro de San Jacinto, Lucia se desvaneció y del piano, que había estado sonando durante todo el tiempo, solo persistió el eco. Jacinto tomó la medalla. Era la suya, la que le entregó a ella.

Cuando Jacinto despertó, estaba en su habitación. No supo cuándo ni cómo había vuelto. Tampoco quiso pensarlo. Había dormido vestido, se desnudó, se duchó y salió dispuesto a desayunar. Estaba la misma monja que el día anterior.

—Siéntese, tiene aspecto de necesitar desesperadamente un desayuno.

—Gracias — cuando iba a sentarse, se volvió y se dirigió al piano.

Trató, en vano, de abrir el teclado, observó el instrumento tratando de localizar donde se encajaba la cinta perforada de la pianola, pero no lo encontró. Estaba mirando la trasera del piano cuando la hermana apareció portando el desayuno.

— ¿Es usted músico?

—No, solo melómano. Creía que tenía dispositivo de pianola. Me pareció escucharlo anoche.

—Se equivoca plenamente, es un buen piano, un Steinway de 1863, pero no cuenta con esa frivolidad, cuando se fabricó aún no se había inventado ese artilugio. Y dudo que pudiera escucharlo anoche, la llave del teclado va siempre conmigo.

Jacinto ya no podía estar más seguro de sus inseguridades.

De camino al mecánico, una voz le arrancó de sus cavilaciones, era su madre que, desde una tienda que acababa de sobrepasar, le llamaba, volvió sobre sus pasos y la besó.

—Ah, mira ¿Te acuerdas de ella?

Le mostro la medalla a su madre. Tras un primer vistazo la mujer le dio la vuelta, observó el anverso y sonrió.

—Sí, es la tuya, hacía tiempo que no te le veía puesta. Con lo que me costó.

Cuando estuvo de vuelta en el hotel, casi tropezó con la novicia, que quería entregarle un sobre que habían dejado para él.

Lo miró, solo tenía su nombre escrito con primorosa caligrafía, sin remite, lo palpó: se trataba de un objeto rectangular y de uno de sus lados sobresalían tres círculos, lo guardó en el bolsillo, lo abriría más tarde.

— ¿Quién lo ha traído?

—Una señora.

— ¿Dijo su nombre?

—No

— ¿Cómo era?

—Algo más joven que usted, con el pelo rapado casi al cero.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo, estaba describiendo a la Lucia que habló con él esa madrugada, volvió a palpar el sobre. Las incertidumbres ganaban posiciones.

— ¿Se encuentra bien? Se ha puesto más blanco que la pared.

— ¿No reconoció a esa señora?

—En el año y medio que llevo en el pueblo, nunca la había visto, aunque ella tampoco debe salir mucho a la calle, estaba pálida como un muerto, más que usted.

Sin más, Jacinto embocó la escalera, subió a toda prisa a su habitación, mientras la religiosa quedaba perpleja.

—Por la vida haciendo amigos —Ironizó la monja —. Ni las gracias.

Una vez en la habitación, sin atreverse a abrirlo, estudió el sobre por todos sus costados, lo volvió a palpar, no sabía que contenía, pero a la curiosidad la refrenaba el temor.

Trató, cuidadosamente, de despegar la solapa, no quería rasgar la muestra de la refinada caligrafía de Lucía; tras unos segundos lo logró: un folio doblado que sacó y apartó. El objeto era un portarretratos de esos que se fijaban en el salpicadero del coche. Con espacio para tres retratos ovalados, bajo el motivo que los hizo populares: la frase «No corras» Vio en el óvalo situado a la izquierda el rostro de Lucía, tal y como él la recordaba; los otros correspondían a los niños que soñó la noche anterior. Se quedó mirándolos hasta que la vista se le nubló y dejó de verlos. Estaba llorando. Se secó las lágrimas, desdobló el folio y leyó el contenido.

«Espero que este recuerdo te atormente el resto de tus días como a mí me atormentó tu espera

 —Lucia, si lo que pretendes es vengarte —dijo en voz alta, como si ella estuviera allí—, estás muy equivocada, crearé una nueva vida alrededor de este portafotos y nunca dejare de amarte.

Jacinto, esta vez, si cumplió su promesa y entretejió toda una historia en torno a aquel portarretratos. Todos conocieron esa historia basada en un portarretrato sin imagenes.

Su madre, octogenaria, fue dándole largas a la muerte que le acechaba, no quería que su hijo se quedara solo, a pesar de que en aquella institución solo le permitían visitarlo una vez al mes.

Alberto Giménez Prieto

Deja un comentario