Portada » Recuerdo envenenado (II de V)

Este cuento fue galardonado como el cuento ganador del XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna de 2017

Jacinto se notó enrojecer, a la vez que un repentino prurito le irritaba los labios, se los restregó fogosamente con el antebrazo. Un recuerdo, largos años soterrado, pugnaba por brotar en su memoria, instintivamente lo rechazó y, aunque ya había despertado su curiosidad, lo temía, le daba miedo que fuera todo lo doloroso que su pesimismo presagiaba. Era algo relacionado con Lucía.

—Chico ¿Qué te pasa? ¿Te ha picado algún bicho?

—¿Eh? No, es una alergia que me da de vez en cuando. Los años, que no perdonan—se excusó mientras seguía frotándose.

—Como te decía, en el testamento los hermanos se dejaban mutuamente todos los bienes y con ambos fallecidos, todo pasaba al convento. Así que, cuando faltó Lucía, las monjas no tardaron en reclamar una herencia caída del cielo. Al principio pensaron venir a vivir aquí, era suficiente para ellas y sus dulces. Venderían el convento, demasiado grande para las seis monjas que eran. Pidieron permiso a sus superiores que, después de rumiarlo detenidamente, las hicieron permanecer en el convento, ya que este era una donación del marqués, condicionada a que fuera  ocupado por la orden, en caso contrario, revertiría al patrimonio del marqués. Decidieron explotar la casa de don Agapito como hotel y en esas están.

—La de veces que jugué allí con Fernando en su cuarto, o escuchábamos como su hermana tocaba el piano. Estaré como en casa…

—No creas, las monjas, cuando lo heredaron, con la excusa de que no deseaban vivir entre aquellos lujos, se deshicieron de muebles, cuadros, esculturas, de todo lo valioso que había, menos del piano y dos o tres cuadros de santos. Llevaron todo a Madrid, lo subastaron y sacaron un dineral, que nadie sabe dónde fue a parar. Porque para arreglar el tejado de la iglesia se completó la subvención del ayuntamiento con una colecta; Se hizo otra para cambiar la instalación eléctrica del convento; y los clavarios tuvieron que empeñarse y firmar un crédito para restaurar la imagen de la virgen. Siempre es igual… para cualquier necesidad recurren al pueblo, después de sacarles todo lo que les sacaron a tus amigos.

—Amigo mío era Fernando; Lucia, era más joven, casi no la traté.

—Pues por entonces se decía que eras el único capaz de quitarle el convento de la cabeza.

— ¿Quién decía eso?

—Las del grupo… mis amigas y entre ellas, estaba tu…, tu antigua mujer… bien que se espabiló la lagartona para que Lucia no se hiciera contigo.

—Estoy pasmado, no sabía que movía todo eso… si llego a saberlo…

—Sigues tan pardillo como entonces. Se sabía que tenías encandilada a Lucia, aunque ella nunca lo admitió. Pero se le notaba, cada vez que entrabas o salías de su casa se le iban los ojos. Ella decía que no tenía más amor que el de su consagración al Señor, que era la guía de su vida.

Jacinto se frotó enérgicamente los labios.

—Si no se te pasa, vamos a la farmacia. A estas horas estará la farmacéutica. Si sigues así acabaras haciéndote sangre.

—Se pasará en cuanto me acostumbre a algo que hay en el ambiente… ¿Qué decía Mercedes sobre lo de Lucia?

—Bueno tu… Mercedes te tenía en su lista, eras el único de la pandilla que le faltaba,  no quería que escaparas vivo… Mercedes, ya sabes…  era… muy…

—Promiscua.

—Eso… pero solo antes de salir contigo… después no se supo de ningún desliz…

—Y cuando se los conocí me dejó plantado y sin un duro. El término que andabas buscando para ella no es promiscua, sino putón desorejado. No queramos cogérnosla con papel de fumar, que ya somos mayorcitos. — Jacinto estaba crispado.

—Pues eso, que solo le faltabas tú, que ya se la habían pasao todos tus amigos, pero como tú no vivías en el pueblo y, cuando venías, ella estaba de viaje con sus papás no le fue fácil engancharte. Aquel año los de la Seguridad Social no le dejaron a su papá  irse de vacaciones. Tenía a cincuenta y tantos jornaleros sin dar de alta y gracias a eso  por fin coincidisteis, cosa que a ti te alegró mucho, no había más que verte. Estabas más salido que un balcón.

—Me habían llegado comentarios sobre ella que… y ¿qué quieres?

—Y la cataste, pero no te cercioraste si la goma estaba en buenas condiciones y te encontraste ante el altar sin posibilidad de escabullirte. Eras un novato en aquello.

A Jacinto le enrojeció lo mucho que se debía haber hablado de su virginidad.

—Mujer, mucha experiencia no tenía… pero….

—Mercedes nos dijo que ella te desvirgó… vosotros sabréis.

—No creas todo lo que se diga… me case con ella porque quise… o casi. La verdad es que Mercedes me deslumbró y me…

—No hace falta que entres en detalles, ella ya nos ilustró con pelos y señales a todo el grupo.

—No jo… no me digas.

—Aún lo recuerda medio pueblo, vaya jornadas intensivas que tuvisteis.

—Aquello es agua pasada. —Quiso zanjar el tema Jacinto.

—Para ti, hubiera sido mejor no bañarte en esas aguas, tenías algo mucho mejor. Fue poneros de novios y Lucia que renunciaba al convento. Después de los años que llevaba preparándose para tomar los hábitos. Se le agrió el carácter, no salía de casa, apenas tocaba el piano y cuando lo hacía acababa aporreándolo; cada dos meses tenía que cambiar de sirvientas, no había quien aguantara a su lado. A los dos o tres años, las criadas tenían que traerlas de las aldeas, de los cortijos. Nadie de aquí quería servirla. Los últimos años tuvo de criada a una monja que no se dejaba avasallar.

—No volví a verla desde que empecé a salir con Mercedes, fue cuando su hermano volvió al seminario. ¿Él volvió mucho por aquí?

—Mercedes y su padre te tenían secuestrado, no querían que te mezclaras con la chusma. ¿Fernando?, claro que volvía, no le quedaba más remedio. Cada vez que Lucia hacia una de las suyas y tirar de sus influencias para que no transcendieran las burradas de Lucía.

— ¿Burradas?

—Sí, hombre, sí, la dulce Lucia, la que siempre andaba ensoñada, la de perpetua sonrisa, la conciliadora, la que estaba por encima de todo lo humano, se bajó del pedestal y demostró su humanidad, desde abofetear a la sirvienta porque llevaba la falda demasiado corta, hasta proclamar a gritos, en plena misa mayor, que el cura tenía sus desahogos con la Rogelia cuando volvía de decir misa en el Pomar. Denunció a tu suegro… bueno, al tío Anselmo por acosar a las jornaleras; en fin, que la mosquita muerta no se calló ante nada que considerara inmoral y, gracias a que estaba apadrinada por el marqués, no pudieron callarla. Pero llamaban a Fernando, que se comprometía a que no volvería a revolver el avispero, pero quía, al poco Fernando, vuelta a empezar. Por fin Fernando se fue a misiones… En serio, Lucia no dejaba tranquilo a nadie que anduviera entre dos aguas, pero Fernando un día vino desde el África. Sustituyó a la sirvienta por una monja. Se llevó a su hermana a la notaría e hicieron testamento.

— ¿Con la monja no organizó escándalos?

—Con ella en la casa, ni se la oía, era la que estuvo preparándola para recibirse, tenía un genio de mil demonios…

—Ahí está Rosario.

Se unieron a la mujer que les esperaba y, después de los saludos de rigor, entraron en la casa. Costaba reconocerla, del lujoso mobiliario del salón, sólo quedaba el piano, descuidado y arrinconado junto a la chimenea. El resto parecía proceder de desechos.

Les recibió una hermana con hábito de novicia. Mulata con predominio de rasgos africanos, aunque se manejaba perfectamente con el castellano. Cuando Rosario presentó a Jacinto como su sobrino la monja le dirigió una escrutadora mirada.

De nuevo, pero con más intensidad, le volvió el comezón a los labios.

(Continuará)

Alberto Giménez Prieto

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