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Rarezas de la vida – A TODA COSTA

Me levanté algo “espeso”…

El pequeño ascensor abrió las puertas invitándome a entrar, descendí al patio mucho más amplio y con espejos, que habían reformado hacía poco.

Salí de mi zaguán, en la transitada avenida de una sola dirección, y medio me “tope”, con el banco de forja y maderos que el ayuntamiento tiene instalado en la acera, justo a tres pasos, frecuentemente ocupado durante el día, por algún menesteroso portando en una bolsa de plástico sus escasas pertenencias.

A mi derecha estaba el grupito de mujeres jóvenes, en su mayoría, que se pasan los descansos de las mañanas, alternándose con compañeras de una empresa de (tele-márquetin), que hay junto a mi portal, tomándose poca cosa, bajo la sombrilla de la terraza de un acreditado bar.

Entré al interior, por la puerta principal, a mi derecha, la barra, tras ella cuatro camareros, detrás de mí, el viejito que se pasaba la vida jugando a la tragaperras.

Al final del local se encontraba mi objetivo, nada más verlo noté una alegría interior, como cuando de niño esperaba a los Reyes Magos.

Pedí que la conectaran a la corriente eléctrica y la pusieran a mi disposición, ella refulgente se iluminó gozosa y se abrió solo para mí.

Saqué del bolsillo de mis vaqueros un billete de diez euros y se lo metí con cuidado, por la ranura que está en la parte alta de la máquina.

La respuesta fue instantánea, me devolvió parte del importe del billete, que cayó sobre la bandeja con inusitado estrépito, ahora en monedas, y una cantarina voz me dijo:

-Señor su tabaco, gracias-.

Sonreí y salí con mi botín… Fue entonces cuando recapacite y me dije:

-¿Pero qué hago? En plena abstinencia, tratando de quitarme por cuarto día de fumar.

Acerque el paquete de cigarrillos y se lo di al desheredado de la fortuna, que seguía allí, en el barquito, me hizo un saludo militar y se apresuró a abrir la cajetilla.

Francisco Ponce Carrasco

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