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¿Quién tiene mis recuerdos?

Cuando el quebradizo sueño se fue de mi lado, como cada madrugada, me desenredé de las sábanas que algo más tarde alisaría la muchacha de los servicios sociales y desayuné lo que había quedado de la cena. Salí a la calle echándole la culpa al aburrimiento, pero solo quería dejar de oír los pasos de ella alejándose.

En otros tiempos ni un regimiento me hubiera sacado de casa. Ahora ya no es lo mismo. Aquella casa, que yo mismo había construido, guardaba mil recuerdos de ella y apenas alguno mío. En cada rincón surgía ella. Cualquier lugar era testigo de nuestras vidas.  Y sus recuerdos acentuaban la ausencia.

La casa había sido nuestro refugio, pero sin ella, carecía de alicientes. Aún no está terminada, le faltaban mil detalles, pero no sentía la necesidad de completarlos. ¿Para qué? ¿Para quién? Tal y como está me basta para mí solo. Cada cosa que añadiera, lo haría sin saber si a ella le gustaba.

Escapo de la casa para no enfrentarme a su ausencia.

En la calle no sé hacia dónde tirar, como me pasa con la vida, no sé qué hacer con ella. Después de toda la vida trabajando, te quitan lo único que sabes hacer, y sin instrucciones de en qué emplear ese tiempo para el que no tienes plan alguno y, encima, sin la mujer queme ha acompañao toda la vida. A mi bicicleta le falta una rueda.

Antes, ella organizaba nuestra vida: tal día visitaremos a mí hermana que anda delicada y el zoquete de su marido es incapaz de aviarla; una tarde de estas deberíamos ir al centro: hace tiempo que no me sacas del barrio; y tenemos que mirar los precios de las mecedoras, que la tuya ya no aguantará mucho: a ver si con la extra nos llega para cambiarlas; Habrá que hacerse el ánimo de mirar que elegimos de la lista de bodas de tu sobrina, ahora ya no vale aquello de regalar el juego de café que nos regalaron a nosotros.

Todo aquello había quedado atrás, ya no tengo a quien me diga lo que hay que hacer, esa es mi pena.

La organización de mi vida se fue con ella… o a lo mejor la habrá guardado, Dios sabe dónde. Era tan ordenada la jodida.

Qué pronto me acostumbré a que ella me organizara las horas que el trabajo me dejaba libres y, ahora, se marcha sin dejarme escrito lo que tengo que hacer. Ya no estoy para ir aprendiendo cosas nuevas, que son muchos años dejándome llevar y a esta edad no se cambia.

Muchos dicen que no soy tan viejo, que puedo empezar de nuevo. ¡Qué barato es hablar! Ya me gustaría verlos en mis calzones. Toda la vida haciendo lo que me mandan: primero mis padres, que cuando nací ya tenían planificado hasta mi entierro: ellos me apuntaron al Ocaso. Luego en la mili donde hay que obedecer a to quisque con galones, tenga o no tenga razón; cuando se acabó lo del ejército me esperaba un jefe en el trabajo y la parienta en casa. Siempre me llevaron encarrilao y ahora, con lo bien acostumbrao que estaba, quieren que decida qué hago con el tiempo que me sobra.

Con ella hablaba, callaba y hasta discutía. Los días pasaban deprisa, ahora se me hacen eternos.

El Prudencio dice que me busque otra, pero no estoy por la labor. Si quisiera una no me haría falta ni buscarla, que ahí está la Belén. Antes venía tos los días pa charrar con la parienta, ahora que ella no está sigue viniendo igual, vamos que no me la quito ni con agua caliente. Pero no tengo ganas de liarme otra vez, no me apetece enamoriscarme y menos de la confidente de ella. ¡Ni aun pa pasar un ratico!

La soledad, si la jodida no fuera tan aburrida, no está tan mal. Si hay que elegir entre ella y juntarme con otros que están peor que yo, aunque quieran disimularlo, mejor me quedo solo. Si te juntas con esos paisanos y se te ocurre contarles cualquier lance, no tarda en aparecer el fulano que quiere corregirte pa que se note que está ahí, medrando en lo de los demás, porque él no tiene na que contar. Y yo, para que me discutan mis propias evocaciones, prefiero salir a buscar mis recuerdos por los caminos.

Aunque no tengo muchos recuerdos, son lo único que me distrae. Quiero recordar, pero no me acuden a la mollera más que unos pocos, los de siempre. Y mirando lo que llevo vivido, debería tener más cosas de que acordarme. Igual es que los recuerdos me rehúyen por eso de la edad. La verdad es que tampoco me moví tanto a pesar de mis años: del trabajo a casa y de casa a la iglesia y alguna vez al cine o al pueblo de la señora. Eso no da para muchas memorias.

Cuando me encamino por la vereda que lleva al molino viejo, como todos los días, miro a diestro y siniestro pa ver si arranco alguna retentiva a esa ventana… a aquella puerta… al poyo de la higuera, o quizá a los adoquines de la rúa que baja al torrente. Pero o no me dicen na, o lo de siempre. ¡Que cansinas son estas piedras a la hora de recordarme algo!

¡Esos cochinos cascotes no quieren hablarme de mis recuerdos! ¿Por qué no me cuentan na de lo que ya no me acuerdo? Así lo mismo desenredaba mis recuerdos, borraba los olvidos y completaba las hojas en blanco de mi memoria, pero siguen calladas como piedras que son. A este paso no me va a quedar más remedio que buscarlos en la memoria de mis compañeros de quinta, y cambiar recuerdos con ellos, como hacíamos con los cromos, ver si tienen los que me faltan y les doy los que tengo repes.

Pero no estaría seguro de encontrar lo que busco, porque cada uno pintamos los recuerdos del color que nos place. O, lo que es peor, que con el paso del tiempo se desgastan y no se parecen en na a lo que uno quiere recordar. Y pasaría como con los cromos, que siempre están doblados, manchados y desentonarían en mi álbum.

Un gato que llevaba un rato siguiéndome, había oído lo que cavilaba, se me plantó delante, me miró y sonrió, porque, aunque ustedes no lo crean, los gatos también sonríen. Después, con un parar mu sereno, a pesar de que andaba por allí un grupo de perros asilvestrados, me dijo:

—¡Ay Tobías, Tobías! no busques más recuerdos, o acabaras recordando mentiras. Le diste varias vueltas a tu pasado, recordaste lo poco que hay y, por mucho que lo repases, no podrás ampliarlo. Si pretendes tener recuerdos, dedícate a sembrar hechos, y para cuando acabes la siembra, te esperará una cosecha de recuerdos en la que solazarte. Los humanos sabéis que antes o después moriréis y, en cuanto la sentís próxima, según esas estadísticas a las que tan aficionados sois, os sentáis a esperarla y dejáis de vivir. Sois tontos. Dejad que la muerte os sorprenda viviendo.

¿Cómo se atrevía aquel insensato minino a darme clases de vida a mí, a un humano que había… que había… quizá el dichoso felino tuviera razón.

Hasta los perros, pasmados por la lucidez del minino, habían dejado de ladrar.

Alberto Giménez Prieto

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