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¡Qué bonita! Ni “pintá” por los pinceles de Murillo!

Comienza así esta famosa copla, Rosita de Capuchinos, de allá por los años cuarenta. Pero el tema que hoy traigo no es la música, sino la pintura, la obra de este gran pintor, Bartolomé Esteban Murillo, cuyo cuarto centenario celebramos, aunque no con el realce que se merece ya que fue el pintor más cotizado de su época, nombrado Primer pintor  de España a la muerte de Velázquez y prolífico artista que pintó 481 cuadros, sin contar las copias.

           Para mí, Murillo es el poeta de la pintura y por eso lo traigo hoy a esta columna como pequeño homenaje a quien, al contemplar sus cuadros, sus Inmaculadas, esos ángeles o paisajes, consigue elevar mi espíritu por la luminosidad y transparencia de sus lienzos. Murillo “pintaba poesía” en ellos, por algo le llamaban “el pintor del cielo”. Dicen que mezclaba sus pigmentos con agua del Guadalquivir y la esencia de Sevilla se reflejaba en sus cuadros.

          Sevillano, nacido el día 1 de enero de 1618, su estilo, al principio, era el naturalismo para, más tarde, evolucionar al más puro barroco con magníficas obras de carácter religioso, tema que le era más solicitado, impresionantes cuadros de santos, algunos con toques tenebristas -reflejo por la muerte de algunos de sus hijos-, ángeles casi transparentes en contraste con figuras humanas terrenales. Ejemplo de ello lo tenemos en los muy conocidos San Isidoro y San Leandro, Nacimiento de la Virgen, El Buen Pastor, La Sagrada Familia del pajarito, Los niños de la concha, Las bodas de Caná, entre otros muchos.

          No menos famosa es su pintura de género en la que nos muestra escenas cuyos protagonistas son generalmente niños pobres, pilluelos de la calle y pequeños mendigos harapientos, pintados con gran realismo. Ejemplo de este género es Niños comiendo melón y uvas, Niños jugando a los dados, Tres muchachos, etc.

          Magníficos también sus retratos de personajes célebres, llenos de expresividad aunque, en especial, destaco su autorretrato, original donde los haya en el cual el pintor mediante un trampantojo parece salirse del cuadro.

          Dejo como broche de oro sus hermosas Inmaculadas, tema iconográfico que mejor lo caracteriza y lo ha hecho más famoso. De ellas realizó multitud de versiones, ya que los encargos eran constantes. Sus vírgenes eran siempre bellas, jóvenes y dulces, envueltas en mantos etéreos, túnicas blancas, con una media luna a sus pies y rodeadas de ángeles evanescentes. Anecdóticamente, por el famoso cuadro La Inmaculada de los Venerables, en Francia se llegó a pagar en una subasta el exorbitante precio de 586.000 francos de oro, el cuadro más caro de su época. Actualmente se halla en el Museo de Loubre, así como muchos de sus cuadros que se encuentran dispersos por distintos museos del extranjero.

         Murillo murió en 1682, a la edad de sesenta y cinco años, cuando decoraba la iglesia del convento de los capuchinos de Cádiz, a consecuencia de la caída desde un andamio. Pero el artista que nos ha dejado la poesía de su pintura y esas bellísimas Inmaculadas, no morirá jamás.

Con los pinceles,

un pintor en el cuadro

deja sus alma.

Carmen Carrasco Ramos

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