Ponte Hermosa, Negra Linda
El sol rodaba hacia las profundidades del anochecer con el mismo apremio de una bola de alcanfor, hacia el rincón más oscuro de un viejo baúl. Las flores, mareadas de amarillo y violeta, cubrían el armazón de tablones brutos y sin cepillar. Eran unas flores bellas y complicadas cayendo en bucles como el cuerpo de un caracol sin su cascarón. Y abajo, en el interior de la casa en penumbra, la negra de sangre lavada salió de la bañera de peltre, con la majestuosidad de la mismísima reina de Saba. Ni siquiera Agripina lo habría hecho con tanta gracia sobre las teselas del suelo de su egregio baño, como ella lo hizo sobre el suelo de tierra pisada en donde apoyó uno de sus pies de dedos cortos e iguales. Y junto a esos pies la salpicadura de agua que muy a su pesar, abandonó el cuerpo de la negra lavada y bella, perdiéndose en las entrañas del piso. Sobre una cómoda de madera noble, que nunca nadie supo decir cómo llegó hasta la casa de tablones brutos y sin cepillar, un espejo de mano de bronce labrado y motivos florales desgastados, y un cepillo despejado de púas, cansado de tanto lustrar cabellos olvidados en el tiempo.
– Ponte hermosa negra linda – se dijo mirando su rostro bello en el cristal. — Ponte hermosa porque él te espera, muchacha…
Y su brazo dirige el espejo hacia esos pechos turgentes como el alabastro de los angelotes negros, que decoran el gran cabezal de madera de roble tallado, con motivos frutales, de la casa grande del amo. Se pellizca las mejillas para dar color a la piel, aunque lozanía no le falta, y se pinta los labios con un carmín carmesí que la señora le regaló un día que se cansó de él. Y se vuelve a mirase al espejo, y le gusta lo que ve, al acabar de engancharse un pequeño ramillete de las flores de caracol de la enredadera, fiel amante de la casa de madera y la bañera de peltre.
Se ha vestido una falda larga y ancha de colores alegres, y ha cubierto los pechos con una blusa bombacha y cuello de arandelas, que como no quieren disputas con la dueña, dejan adivinar los pezones de la negra lavada y bella. Los pies descalzos sin la mordaza de las alpargatas para esos dedos, que son la envidia de todos los dedos con los que se cruza en su caminar hacia Santa Marta, o a la vereda del Río Magdalena, en donde su hombre la espera recostado en el chinchorro, que una vez tejió para él eligiendo los tonos del río según pasara por allí. Así que usó el gris para los días en que el cielo y las aguas del río habían salido peleones como gallos de corral, y el verde para cuando la madre naturaleza dejaba a la vida verde, que le rodeaba, reflejarse en las aguas del Magdalena. El azul lo había tejido con la esperanza de que siempre prevaleciera ese color, que no era otro que el del rió tranquilo y sin sobresaltos.
Era ese azul el que más le gustaba y no solo porque representaba el sosiego que había encontrado junto a su negro, sino porque era el color de esos ojos que había heredado de su abuelo. La única herencia que le dejó además del sol, la luna y las estrellas del cielo, que como eran muchas no podía llevárselas, así que mejor dejarlas donde se encontraban porque además de iluminar sus noches de amor, también le servían para contarlas en vez de los insulsos borregos, que en cuanto te despistabas en un número, ya se callaban y tenías que volver a empezar:
— No — se dijo —, así está bien. Deja esa parte de la herencia del abuelo en donde está, y gasta ese azul que derramó en tus ojos para que vieras el mundo con mirada serena… — ¡Traidores! exclamó golpeando el tocador con el bronce del cepillo, en el momento en que un aura de cabeza de coronilla pelada y tarsos cortos, atravesaba el lodazal con paso lento —. Habéis acabado con el maíz que este año sembró mi hombre, pero no terminareis con el resto de lo plantado—, dijo agarrando una vieja escopeta de caza en la que solo había un cartucho en la recámara — ¡guanajas! grito con furia mientras su dedo apretó el gatillo, y el cartucho voló hasta la pechuga del gallinaceo que quedó inerte en el lodazal.
Con aire de triunfo dejó el arma apoyada contra un rincón de la habitación, y salió dejando puertas y ventanas abiertas al crepúsculo, sin temor a que algún desalmado entrara en la casa a llevarse lo que no había, a excepción de la cómoda con su espejo y su cepillo, y la bañera de peltre, pero nadie en esas tierras era demasiado aficionado a darse a la limpieza, en cambio a la bebida ya era otra cosa… Así que, con este razonamiento, y sin un peso en toda la casa voló hacia el río Magdalena en donde su hombre la esperaba en esa hamaca, que ella hizo para él, no sin antes guiñarle un ojo al enramado de flores violetas y amarillas en donde guardaba su pequeño tesoro de pesos, ganados con la ropa lavada y planchada de la mujer hermosa del terrateniente.
Acabó el sendero de crecer, allí en la ribera del río, en donde su negro lindo la esperaba cada noche cuando la luna salía en forma de torta de maíz, pero hoy en la hamaca no estaba solo porque una mujer de piel blanca, con el aroma inconfundible a talco y lavanda de esa ropa que lavaba, dormitaba entre sus brazos. Todo fue muy rápido, regresó a la casa, y volvió sin saber muy bien lo que hacía porque el viento, que jugaba con la noche, le enredaba los pensamientos: ¡Uno! y ¡dos! sonaron dos disparos de dos cartuchos de escopeta, que fueron a parar al centro del corazón. Uno entro por la espalda, el de ella, y el otro a pecho descubierto, el de él. Luego cortó las cuerdas del chinchorro, dejando caer a los cuerpos a tierra, y tras tirar lo que quedaba de la hamaca al río se giró no sin decirle al Magdalena: — te la regalo, la hice pensando en tus colores, así que es justo que te la lleves tú.
Y la negra de sangre lavada olvidó ir a lavar la ropa de la mujer hermosa del terrateniente. Y olvidó también tejer un chinchorro, y los colores del río según su estado de ánimo. Y dejó que las auras picotearan el maíz, olvidando cepillarse el pelo con el cepillo de púas despejadas, que ya le habían crecido otra vez de tanto esperar a ser usado. Y dejó a un lado la bañera de peltre, y todo aquello que olía a vida, y se fundió entre los bucles de las flores de caracol para nunca más salir, y tanta fuerza tenia, y tanta sabia nueva guardaba, que la enredadera creció hasta tapar por completo la casa de tablones brutos y sin cepillar. Y cuentan, que nunca nadie más supo de la existencia de esa casa, solo que era un lugar en donde una enorme enredadera de caracol en las noches de luna llena, cuando esta era redonda como una torta de maíz, dejaba un perfume tal, que embriagaba a muchas leguas del lugar…
Gudea de Lagash
Las metáforas embellecen un texto ya de por sí sublime. Atrapada en tu mundo de escritura, en tu exquisitez de palabras.
Un amor, para siempre o para nunca…
Ella no quería otro…