Debo confesarlo: cuando me topo con un contenedor de basura en la calle me recorre el espinazo un escalofrío de placer.

Un placer por triplicado o incluso cuadruplicado, dado que siempre aparecen en grupo, emplazados en los bordes de las calzadas como chavales haciendo botellón. Me atraen tanto por sus colores variados (muy parecidos a los teletubbies, ¡solo falta el rojo!) como por sus fantásticas impresiones que prometen un mundo de sonrisas, limpio además de sano. Qué digo, limpio… ¡Inmaculado!.
Por supuesto, mi deseo irrefrenable consiste en pegarles fuego.

Una buena litrona de gasolina, un trapo viejo y un mechero que aún dé para un encendido: eso es todo lo que hace falta para que comience el espectáculo pirotécnico. Luego viene el olor a horno crematorio, los chasquidos de los detritus consumiéndose en las llamas, el baile hipnótico de las mismas y sus danzarinas chispas. ¿Qué mejor final para los desperdicios que generamos cada día? Como la pira funeraria lo era para los héroes homéricos.
Acabada la digresión irónica, ¿es algo así lo que debe sentir uno de esos mal llamados pirómanos que se dedican a quemar contenedores con nocturnidad y alevosía, con el consiguiente perjuicio para las arcas públicas y el peligro para los bienes y la seguridad de las personas?

Lo desconozco, pero si como aseguran los expertos tan solo un tres por ciento de las personas que provocan incendios tanto en las ciudades como en los bosques padecen una enfermedad mental clasificable como “piromanía”, lo que deduzco es que el resto son, en su mayoría y simplemente, salvajes. ¿Por qué nos referimos entonces a los incendiarios con tan exquisito eufemismo? Supongo que si atribuimos su comportamiento a una patología psiquiátrica nos sentimos más tranquilos, su existencia no sería culpa de la sociedad sino de una especie de coronavirus mental. ¡Fuera responsabilidades, tanto individuales como colectivas! ¡Qué peso nos quitamos de las espaldas!

Hablando de griegos y hogueras he acabado pensando en Eubea (aunque más bien ha sido a la inversa), la isla griega donde se autoexilió Aristóteles para, según sus propias palabras, “evitar que los atenienses pecaran por segunda vez contra la filosofía”, haciendo referencia implícita al juicio amañado que derivó en la muerte de Sócrates. Mientras escribo estas líneas esa isla arde por los cuatro costados, así como una gran parte de los bosques de la Hélade.
Dado mi cariño por esa cultura y su filosofía, de la que somos herederos, mi tristeza ante tales acontecimientos se magnifica.

Pero no solo la masa forestal de Grecia arde. También la de Turquía. Y la de Sicilia. Y la de California. Y la de Canadá. Y la de Sudamérica. E incluso la de Siberia, quién lo iba a decir.

Resulta estremecedor escuchar los testimonios de las personas que lo están perdiendo todo estos días. Hoy sufren ellos, mañana podemos ser nosotros.

Dado que detrás de estos incendios están las furibundas olas de calor consecuencia del cambio climático y que este no es fruto de una maldición bíblica (que sepamos, aunque nos la estamos ganando a pulso) ni de procesos naturales ajenos a nuestra actividad, sino más bien todo lo contrario, me temo que al fin y al cabo vamos a poder considerar a la humanidad en su conjunto un desenfrenado grupo de pirómanos. Uno bastante nutrido, por cierto: ocho mil millones más o menos, prójimo arriba, prójimo abajo.

Perdón, debí decir grupo de salvajes. Seamos consecuentes.

Nota final: en el instante en que termino el artículo se acaba de alcanzar una temperatura récord en Europa, 48,8 grados centígrados en Siracusa, Sicilia. Ahí lo dejo.

Javier Serra

Cuesta San Blas 1

0 thoughts on “PIRÓMANOS

  1. Yo jamás lo he entendido. Ni jamás lo entenderé. Quienes cometen estos actos, y no son pirómanos auténticos, ¿qué buscan? ¿Qué placer obtienen? El mal (sin meterme en connotaciones religiosas) tiene muchas formas. Y esta es la prueba. Sensacional artículo, como siempre.

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