PAUL AUSTER, IN MEMORIAM

A cada paso que daba, el señor Smoke sentía un peso de origen desconocido que le lastraba y del que no era capaz de desembarazarse. Su vida se le antojaba una serie de eventos fortuitos fuera de su control y sin hilación cuyo propósito no acertaba a vislumbrar. El mundo en torno a él parecía danzar al son de una melodía incomprensible, aleatoria, atonal: la música del azar. Su mirada se posaba sobre las personas y el entorno como si observara reflejos en fragmentos de un espejo roto. El sinsentido lo atormentaba, pues un espíritu inquieto como el suyo anhelaba más que cualquier otra cosa comprender la esencia del universo. Smoke vagaba como un alma en pena por los estrechos pasillos de su vida.

Pero una noche en la que el insomnio amenazaba con devorar su cordura y mientras la ciudad dormía bajo un manto de bruma, Smoke se encontró frente a la visión inesperada de una construcción imponente y brillante. Su silueta se alzaba como un castillo de fábula que recordaba al del Rey Loco en la Selva Negra. Sus muros y almenas estaban bañados en luz, no por la obra de focos terrenales, sino por la gigantesca luna llena que lo coronaba. Sin duda, aquel era el imposible palacio de la luna.

Era un lugar que hasta entonces solo había existido en los cuentos que su abuela le narraba al acostarse, un sitio donde los deseos podían tomar forma corpórea y la realidad se confundía con la fantasía. El palacio se erguía orgulloso como los sueños de los hombres imprudentes.

Smoke, impulsado por una fuerza desconocida, cruzó las puertas abiertas de par en par del palacio. En su interior el silencio era absoluto, roto solo por el eco de sus pasos. Las paredes estaban adornadas con tapices que narraban historias de criaturas míticas, entre ellas la del Leviatán, el monstruo del abismo, señor de las profundidades marinas y guardián de secretos antiguos. Serpenteaba entre las olas con sus ojos ardientes representados por dos zafiros rojos incrustados en la tela que parecían observarlo con atención.

El corazón de Smoke empezó a latir al ritmo de una ansiedad inefable. Se adentró más en el palacio, sus piernas impulsadas por una voluntad ajena a la suya. Llegó a una sala dominada por un espejo de cristal ocupaba toda la pared. Al mirarse, no vio su reflejo, sino un espectro. Sofocó un grito al darse cuenta de que se trataba de su alma desnuda exponiendo sus miedos y anhelos más profundos.

Fue entonces cuando la música comenzó a sonar, una melodía que parecía nacer del propio aire, notas que jugaban con el destino como si fuera un dado lanzado al viento. La música del azar envolvió a Smoke, revelando que el misterio que lo atormentaba no era una carga, sino una invitación a la aventura. La incertidumbre, antes fuente de angustia, debía convertirse en la partitura de su existencia.

La bruma que cubría las calles penetró entonces en el palacio adueñándose de la sala del espejo. En su seno, sombras amenazadoras danzaban al compás de la música. Finalmente el Leviatán emergió de la neblina, pero no como una bestia temible, sino como un guía, mostrándole a Smoke que en el caos de la existencia se esconde un orden oculto.

Que la belleza se escribe con la pluma de la incertidumbre. Y que podemos transformar a los monstruos en maestros que nos ayuden a creer. Y a crecer.

Smoke abandonó el Palacio de la Luna transformado en su interior y con los dos zafiros rojos del Leviatán en sus manos. La música del azar seguía sonando en su interior, recordándole que cada momento es una nota en la sinfonía de la vida. Su cuenta atrás estaba a punto de empezar: 4, 3,2, 1…

Javier Serra

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