NUNCA ES TARDE
En nuestro mundo viven hombres y mujeres que, en los primeros tramos de su existencia, vivieron amados y protegidos, distendidos y soleados en hogares cálidos y fecundos, disfrutando de las maravillas y de las mieles y de los soles que palpitaban en ellos y alrededor de ellos. Pero existen muchas personas que no gozaron de ese amor, de esas delicias y claridades ni al alba, ni en los primeros trayectos de su vida ya calamitosa e indigente de por sí, ni siquiera hoy en día cuando el peso de los años transcurridos les tiene los hombros con llagas incurables. ¿Por qué nacieron, viven y morirán así? Porque nunca tuvieron, desde el mismo instante en que fueron concebidas, lo más básico que un ser humano necesita para tener una vida y una muerte dignas.
Dejemos este último caso para otra ocasión y reflexionemos sobre ese incontable número de individuos que tuvo las primeras fases de su vida más o menos dichosas y que, posteriormente, aunque la vida le diera la espalda, no desenvainó la espada del coraje para darle la vuelta y mirarla cara a cara, a los ojos, como se miran los valientes, nunca los timoratos, los sumisos, los manipulados…
Esos hombres y mujeres que, cuando llegaron a un punto de su camino con la sonrisa en los labios y la mirada serena y el corazón esparciendo alegría, se encontraron con una, siete o siete mil setenta y siete adversidades y no quisieron reaccionar ante ellas, luchando con ingenio, tesón e intrepidez para vencerlas, sino que se dejaron arrojar en los pozos comunicantes de las mismas, en medio de una oscuridad absoluta y enfangados hasta el tuétano de sus huesos… Esos hombres y mujeres se hundieron en su propia falta de iniciativa, en su propia resignación, en su propia cobardía.
El ser humano posee en las estancias de su psique una serie de mecanismos que le sirve para rebelarse y combatir con denuedo contra todas las contrariedades que aparezcan en su marcha diaria. Si no lo usa, porque le sea más fácil, más cómodo dejarse llevar río abajo que ir a contracorriente, acabará desquiciando su vida y la de aquellos que con él van caminando. Quizás esta situación de pasividad, de desidia, de conformismo ante los obstáculos no salvados le lleve un día a andar en solitario por un camino que va a ninguna parte.
Todos somos conscientes que las maravillas, las bellezas de la vida llegan a nuestro corazón, si es que le abrimos la puerta, ellas solas, pero cuando se esfuman es porque las hemos echado fuera de él nosotros mismos, ya sea directa o indirectamente. Es entonces cuando contemplamos nuestro presente como noche cerrada, tenebrosa, pero no vemos que ésta es más negra, fría e inhóspita de lo que en realidad es. Todo se nos desmorona ante nuestros ojos. Creemos a pie juntillas que los reveses de la vida son los culpables de nuestra situación. Pero ni siquiera somos capaces de pensar que, si perdimos la inmensa mayoría de las batallas, fue porque no resolvimos a la perfección todos los problemas que día a día se nos fueron presentando. ¿Para qué nos sirven ahora las lamentaciones? ¿Por qué nos afanamos en buscar un culpable fuera de nosotros? Si en vez de aislarnos en los hondones de los laberintos sin salida de nuestro ser, cuando lo veíamos todo negro, hubiéramos permanecido bajo la palabra toda luz que se nos ofrecía, ésa que va de corazón a corazón, iluminando el sentido de la vida y abriendo caminos a la esperanza, la victoria, sobre los conflictos que nos surgían y nos atormentaban, hubiera sido nuestra. Pero preferimos convivir a solas con ellos o huir en solitario de ellos sin darnos cuenta que poco a poco nos iban destruyendo ellos mismos o la soledad venenosa.
Tampoco quisimos aprovechar las bonanzas que vienen siempre detrás de cada tempestad para abandonar las aguas de ese mar que nos desafiaba para engullirnos antes de que alcanzáramos la costa. Pero aún es tiempo de lograrlo, de levantarse y salir al mundo para luchar y vivir dignamente porque aún tenemos la esperanza viva. Nunca es tarde para volver a empezar, para rehacer nuestra vida.
Carlos Benítez Villodres