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Javier Serra

El novelista John Fowles, en su ensayo “Áristos”, afirma que la fuente de toda angustia es lo que él define como “nemo”: el nemo sería, en sus propias palabras, “el sentido que tiene el hombre de su propia futilidad efímera, de su relatividad, de su virtual insignificancia. Todos somos unos fracasados; todos debemos morir.” Algo digno de recordar cuando hagamos la lista de propósitos para el año nuevo.

Ciertamente, esta verdad nos aterra, y en consecuencia la tratamos de negar o soslayar de diversas formas. Una de ellas es la búsqueda de la trascendencia, es decir, de dejar una huella en el mundo (al margen de la ecológica), de ser recordados, de ser alguien.

Pero, ¿qué significa “ser alguien”? ¿Qué papel juegan el amor y el odio en nuestra necesidad de trascender? ¿Qué buscamos para sentirnos importantes? ¿Tal vez entrenar para convertirnos en ídolos del deporte? ¿Ser el influencer y/o tiktoker con más visualizaciones de la historia? ¿Acumular miles de millones de euros? ¿O practicar el genocidio sistemático? Menciono esto último porque parte de las personas más influyentes del mundo parecen muy contentas de llevarlo a cabo mientras que el resto o lo aplauden o lo ignoran.

Estas son algunas de las preguntas que podemos hacernos para reflexionar sobre el nemo y su opuesto, el sentido de la trascendencia. No hay conclusiones definitivas, sino opiniones subjetivas. Y sin embargo, nos vemos abocados a seguir buscando respuestas que quizá no existan. Como el deseo de comer chocolate nos lleva a la nevera a sabiendas de que ya nos lo habíamos terminado.

En primer lugar, el concepto de “ser alguien» es tan confuso como la política nacional. Varía según la cultura, la época y el contexto. Lo que para unos es un signo de éxito, para otros lo es del fracaso. Lo que para unos es un motivo de orgullo, para otros lo es de vergüenza. Lo que unos toman por virtud, otros están convencidos de que es un defecto. En algunas sociedades se valora la riqueza material, en otras la espiritual; en unas se valora la fama, en otras la discreción; en algunas se valoran los derechos humanos (aprovechando su triste 75 cumpleaños), en otras se diría que su pisoteo.

Para continuar, el papel del amor y el odio en nuestra necesidad de trascender también varía según nuestra personalidad, historia y situación. Muchos vivimos el amor como una forma de compartir, de dar, de crear y de crecer; otros se envuelven en la capa del odio como una forma de competir, de dominar y de destruir. Por regla general, quienes siembran amor suelen ser personas felices y plenas que mantienen relaciones fuertes y significativas… salvo que su amor no sea correspondido. Entonces la cosa puede cambiar. Por otro lado, quienes siembran odio suelen ser personas solitarias y amargadas que hallan dificultades para establecer relaciones y se sienten con frecuencia aislados del mundo. Sin embargo, cómo no, también hay excepciones a esta regla. Hay personas que van diseminando odio allá por donde pisan y parecen de lo más satisfechas y exitosas. Sin ir más lejos, políticos que ponen en marcha su ventilador de odio a toda potencia contra sus oponentes para llegar a ser líderes populares. No tendrán dificultades en hallarlos en montañas lejanas y próximas.

Y, por supuesto, el papel de la creencia o no en la vida más allá de nuestra carnalidad también varía según nuestra fe, razón y esperanza. Sin embargo, sea uno ateo, creyente o agnóstico, el nemo puede florecer, por paradójico que resulte, en cualquiera de estas formas de estar en la Tierra y conducir nuestra vida.

¡Ah, el nemo! Quizás la ironía o el humor sean formas de afrontarlo con más ligereza y de buscar la trascendencia con más humildad. Quizá no debamos tomarnos demasiado en serio ni a nosotros ni a nuestros logros ni a nuestros fracasos. Tampoco equiparar nuestro amor con el tejido metafísico del Cosmos, ni dejarnos gobernar por el odio. Como en definitiva nadie puede presumir de conocer los misterios de la vida y la muerte, tal vez nos convenga buscarle un sentido a nuestro breve paso por este mundo pero sin pretender ser el centro del mismo. Reconocer nuestra insignificancia sin renunciar a nuestra dignidad. Ser alguien, pero sin dejar de ser nadie. Abrazar nuestro nemo y llevarlo a ver las estrellas en una noche clara sin luna. Tal vez la angustia se evaporaría como el rocío a la mañana siguiente. Esto seguramente puede aplicarse a profesores (como un servidor), deportistas, tiktokers, personas sin techo o incluso a millonarios. Eso sí, dudo que fuera posible con los genocidas, aunque ojalá algún día lleguemos a verlo.

Y para concluir, dejo aquí una frase de la película “Buscando a Nemo” –¿cuál si no?— donde Dori la desmemoriada nos aconseja cómo debemos superar el nemo:

“Sigue nadando. Solo sigue nadando, nadando, nadando…”

Javier Serra

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