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Mujeres que dieron un paso al frente (7) Phillis Wheatly

El escritor Diego Nieto Marcó rescata la vida extraordinaria de Phillis Wheatley, primera poeta afroamericana en publicar un libro. De la esclavitud a la libertad, su historia es un canto a la inteligencia, la dignidad y el poder de la palabra. Ilustración de Ana García Pulido.

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Lo Imprevisto y Maravilloso

La Felicidad y la Tragedia

En cada ser humano, Dios ha implantado un principio

que llamamos amor a la libertad; (este principio)

es intolerante con la opresión… y ansía la liberación.

Phillis Wheatly

Aunque, después de tantos años de lector empedernido, uno ya no se sorprenda de la cantidad de grandes escritoras de los siglos XVIII- XIX, muchas ocultas tras un nombre masculino (y muchos hombres tras nombre femenino, hay que admitirlo), ni se sorprenda de sus vidas azarosas, muchas veces llenas de penalidades físicas y psíquicas, uno no puede dejar de sorprenderse del origen, los logros y las vicisitudes de una de las primeras poetisas de lo que hoy es Estados Unidos de América: Phillis Wheatly.

Para ser estudiada hoy día en la literatura americana, el origen de esta mujer es sin duda extravagante: Senegal o Gambia (África no estaba dividida políticamente entonces); su estado, increíble: esclava; su destino, según se desarrolla: una tragedia.

Como quedó dicho, nació en África Occidental hacia 1753. Viviría en una aldea de chozas de barro y techo de paja que rodeaban una plaza central; iría descalza y, siendo niña, totalmente desnuda; quizás, en su medio, algo que ella vería normal, se practicara la poligamia, por necesidades poblacionales, o el canibalismo, por creencias religiosas; quizás sacrificaran a uno de los hermanos si nacían gemelos, por ser hijo del demonio, como en la etnia Fang; quizás, incluso sacrificaran a la madre si la creían responsable de seducir al demonio; se movería, la pequeña Phillis, todavía no-Phillis, en la selva, como uno de nosotros por la ciudad; debería estar atenta no al tráfico, sino a las serpientes, los leopardos, las tarántulas, los gorilas y manadas de bonobos, sin olvidar los mosquitos. Mundo inhumano, brutal. Pero era su mundo y de ese mundo fue arrancada en 1761, cuando tendría unos ocho años. El barco negrero se llamaba Phillis, nombre que ella inmortalizaría.

La podemos imaginar (frágil, el pelo ensortijado, un dedo atemorizado en la boca) en la cubierta del Phillis junto a otros, muchos, que padecerían el mismo calvario, apiñados por miedo al mismo barco, para todos ellos un objeto flotante no identificado (OFNI), y miedo al mar, a sus olas, a sus vientos, jamás visto ni desde la orilla. Y los gritos de esos hombres blancos, y los latigazos de esos hombres blancos, y la incertidumbre, un día tras otro, una noche tras otra. El terror a lo desconocido.  Ponte en su lugar.

Una mañana de julio de 1761, después de una travesía de unas diez semanas, mareados, vomitando, aterrorizados, a empujones y gritos y algún que otro latigazo innecesario, junto a sus compañeros de desventura, la desembarcaron en Boston, estado de Massachusetts. Y el 11 de ese mismo mes estaba en venta. Aumentaba el terror a lo desconocido.

Había hombres a su alrededor, todos cubiertos con ropas extrañas que ella no sabría definir; todos gritaban algo que no entendía, todos agitaban los brazos en alto; unos refunfuñaban, otros reían, acaso amenazaban, acaso eran felices. Una mano se alzó decidida, y su voz fue como la mano. Era John Wheatly. El hombre junto a ella le indicó por señas que lo siguiera. Así, la africanita de edad y nombre desconocidos, temblando, entró en la vida americana. No comprendía nada, porque todo era ininteligible para ella: las calles empedradas, los edificios de material, el tañido en lo alto de una torre: otro planeta. Sin embargo, la mano del hombre, apoyada en su hombro, era amable. Y en la casa del hombre vio la primera puerta, las primeras alfombras, los primeros espejos (no se reconocería), la primera mesa, las primeras sillas, los primeros sillones, la primera cama en que dormiría. La dueña de casa, Susanna, le sonreía, los dos jóvenes, Mary y Nathaniel, parecían gemelos, la miraban de arriba abajo; otras mujeres de piel oscura como la suya se asomaron a una puerta. Aprendió que esa era su casa, y pronto aprendió sus tareas.

Aquí tenemos que hacer una digresión: no era lo mismo la esclavitud en el campo, la que generalmente nos muestran las películas, que la esclavitud doméstica; ni era lo mismo la esclavitud en el noreste que la esclavitud en el sur. (Algo de esto habrás visto en la famosa Lo que El Viento se Llevó.) Además, en el norte, especialmente Nueva Inglaterra, muchas familias tenían la costumbre de educar a sus esclavos.

Los Wheatly eran una de las mejores familias de Boston: por su fortuna, y por sus conexiones sociales, no sólo en la ciudad (apenas 10.000 habitantes) sino también en la misma metrópolis, Inglaterra. Y la niña, que no entendía muy bien qué pasaba a su alrededor, recibió ese apellido, Wheatly, por pertenecer a la unidad de esa casa (household en inglés). ¿Y de nombre? ¿Cuál sería su nombre? La familia estuvo de acuerdo en que el más apropiado era el de la nave que la había traído: Phillis. Y como Phillis Wheatly fue registrada y bautizada.

Volvamos a la costumbre de educar a los esclavos. No era un disparate, ni un acto de solidaridad o respeto; era una necesidad, porque cada una de esas personas, procedentes de un mundo tan lejano e inimaginable para un americano o un europeo, estaría en contacto continuo con parientes y amigos, iría a misa, acompañaría a reuniones.

Aclarado esto, tratemos de imaginar la primera vez que, después de cumplir con sus labores domésticas en la cocina, se invitó a la ya bautizada Phillis a sentarse a una mesa, no ya a comer, como en la cocina, que ella habría entendido pronto, sino ante una cosa que tenía hojas blancas llenas de viborillas alineadas que la mano pasaba una tras otra y que ella aprendió, en ese instante, que se llamaba book, o sea libro. La tarea recayó sobre la hija Mary. Parece que Phillis aprendió inglés, y a leer y escribir, en un visto y no visto, como desearía todo estudiante de Escuela Oficial de Idiomas, y los Wheatly se dieron cuenta de que estaban ante una esclava diferente. Pronto, Mary, como profesora, le quedó chica, y aquí estuvo la grandeza de esa familia: le contrató una profesora privada como antes había contratado para sus hijos. A los doce años, Phillis sabía griego y latín; pero los sabía de verdad, no como el dicho. A los catorce escribió su primer poema. Los Wheatly, impresionados, le retiraron todas las obligaciones domésticas; su obligación sería leer, estudiar, escribir. Aparte de Homero, Horacio y Virgilio, se empapó de Pope, Milton y Gray. Y se la invitó a reuniones sociales, no sólo a alternar sino a declamar sus poemas. Fue una estrella, hasta tal punto que decidieron enviarla a Inglaterra a conocer, entre otras personas, a Lord Frederick Bull, alcalde de Londres.

Corría el año 1773, la africanita desarraigada tendría unos veinte años cuando anduvo por las calles de Londres. ¿La imaginas por Regent Street, Piccadilly Circus, Leicester Square? Impresionado también él, Lord Frederick Bull se la presentó a la Condesa de Huntingdon, que a su vez impresionada decidió costear la edición de su primer libro.

Escribió cosas como esta traducción literal:

Tuvo admiradores no sólo entre las amistades de los Wheatly, sino entre gente de la talla del primer presidente de EE.UU., George Washington, que quiso conocerla y se reunieron en 1776 unos meses antes de la independencia; o del filósofo francés Voltaire, que alabó su poesía y la puso como ejemplo de lo que podía hacer esa raza esclavizada si recibía formación; o del héroe de la guerra de independencia John Paul Jones, que se refería a ella como “Phillis, la africana favorita de las Nueve Musas y de Apolo”.

 Y también escribió sobre la virtud, una desconocida para ella misma hasta llegar a casa de los Wheatly:

Así, después del reconocimiento de su obra, Phillis Wheatly obtuvo esa libertad que tanto había exaltado y deseado.

La libertad prometía felicidad, pero las promesas no siempre se cumplen. John, Susanna and Mary Wheatly, que podían ayudarla, murieron entre 1774 y 1778, y el hijo, Nathaniel, se marchó a Londres. En 1778 Phillis contrajo matrimonio con John Peters, también esclavo emancipado, que regentaba una tienda de frutas.  Phillis trabajó de limpiadora. Tuvo dos hijos que murieron en la infancia. Al tercer embarazo, su marido, repentinamente, desaparece. Algunas versiones dicen que se dedicó al juego y la abandonó, otras que fue condenado a prisión por deudas (medida de la época, al menos en el mundo anglosajón). Lo cierto es que en diciembre de 1784, sola y al borde de la indigencia, contrajo neumonía y, el día 5, después de dar a luz, fallece. Edad: treinta y un años.

Hoy es recordada en todo el país, y ha dado su nombre a colegios, institutos, hospitales, hogares de ancianos e indigentes.

La paradoja en la vida de Phillis Wheatly es que parece más feliz como esclava que como liberta. Y la pregunta que siempre quedará sin responder es: “¿Qué habría sido de ella, de esa sensibilidad magnífica, de esa inteligencia excepcional, si hubiera permanecido en África?”

En esa época, siglo XVIII, siglo de la independencia, Phillis Wheatly no fue la única afro-americana poeta, también estaba Jupiter Hammon; ni fue la única mujer. Podemos nombrar también a Ann Eliza Bleecker, Martha Wadsworth Brewster, Margaretta Faugères, Jenny Fenno, etc. Un total de veinte mujeres poetas, para un total de cuarenta y seis poetas; entre los hombres, muchos clérigos.

Próxima entrega: Libertad al volante

Ana García Pulido

@anagpulidoart

Ana García Pulido
Diego Nieto Marcó

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