MAÑANA EMBARCO (4/4)

(Viene de: mi familia se retira hacia el palacete adyacente en el que residimos cada vez que venimos a la laguna).
Mañana me embarco y yo no los sigo. Continúo nervioso, aunque algo menos, y me quedo donde estábamos. Me quito las sandalias y camino en solitario ―salvo por la cercana presencia del fiel y aguerrido Ali ibn al-Arabí y dos de sus mejores hombres, que ejercen estos días de escolta velando por mi seguridad, la del heredero―. Me dirijo por la orilla, hacia el sur, con los pies chapoteando en el agua y hundiéndose en el lodo que allí forman la arena y el mar. Eso me relaja un poco. Después, me siento en la escalinata junto a los baños. Tengo el agua ahí mismo, enfrente, y la observo con atención. Veo pequeños peces y algún caballito de mar nadando por la orilla, lo que ayuda a relajarme. Sonrío entonces ante tanta vida y belleza y siento el momentáneo temor de perderlo. Mas lo pienso aún mejor y soy incapaz de imaginar que todo esto pudiera agotarse algún día. Hay demasiada vida aquí. Sería imposible acabar con toda ella. Ni celebrando grandes banquetes ni llenándolo todo de encañizadas para la pesca. ¡No cabe en mi mente la posibilidad de que este hermoso mar pueda morir algún día! Y menos aún por culpa de nosotros, los hombres.
Mañana embarco, sí. Será bonito. Una comunión absoluta que, de alguna forma, me unirá con estas aguas y con los extraños seres submarinos que pueblan el fondo de la laguna. También será cansado. Seré uno más de la tripulación, como desea mi padre. Bregaré a diario, sudaré y me marearé, pero procuraré que nadie me vea llorar ni indispuesto, si se diese el caso. Soy el hijo mayor del emir, el futuro gobernante de todos ellos o, tal vez, de sus descendientes. No he de mostrar flaqueza ni debilidad. Seré como ese caballito de mar que ahora mismo aparenta mirarme despreocupado desde el agua, con esa curiosa armadura que parece protegerlo y ocultar, a la vez, su verdadera y probablemente débil constitución. El caballito del que hablo se gira de repente y vuelve a nadar, con esa gracia silenciosa que lo caracteriza, sobre las arenas del fondo, hacia dentro, mimetizándose entre algunas algas que flotan cerca de la orilla. Parece bailar con el vaivén del agua y pienso en lo fácil que sería aplastarlo con un solo gesto. A fin de cuentas, es pequeño, frágil… pero sobrevive y sigue ahí, en un mar lleno de amenazas. Quizás yo también deba aprender a ser así: discreto, firme, protegido por una coraza de convicción que oculte mis miedos. Si el puede resistir, yo también podré hacerlo. ¡Eso es! Procuraré ser firme en el oleaje, como él, concluyo, y vuelvo a sonreír, satisfecho, sintiéndome mejor.
Sí, mañana embarco y navegaré esta laguna. Y comeré y viviré de ella. No me importaría morir algún día aquí y pasar a formar parte de este mar, pienso. Devolverle un poco de la mucha felicidad que me ha dado, por ejemplo, cuando jugaba junto a ella cada vez que veníamos al alcázar. O cuando mi hermana Zarqa ―a la que muchos se refieren como la rubia de ojos azules― y yo nos aliviábamos el calor bañándonos, de niños, en sus aguas ―y ahora, en la adolescencia, ocultándonos bien adentro para explorarnos, tocarnos y aplacar, así, a las espaldas de padre otro tipo de calenturas e inquietudes―. ¡Ah! ¡Qué gratos recuerdos! ¡Ah! ¡Qué mar de vida infinita! ¡Cuánta belleza inagotable! ¡Qué sencillo disfrutar de él sin esquilmarlo! Aunque soy joven ya he acompañado a mi padre en asedios y batallas, y he visto el daño que los hombres podemos hacer, nuestra capacidad de destrucción y, aun con esas, no me cabe en la cabeza un futuro negro para esta laguna. ¡Qué bárbaro y necio habría que ser para llegar a destruirla!
Sí, me reafirmo mientras me incorporo y remojo mis pies en esa agua limpia con la intención de volver junto a mi familia. Sonrío entonces de oreja a oreja, contento y feliz al fin, dejando que el agua me abrace hasta los tobillos, pensando en que mañana embarco y en que lo haré como el caballito de mar: frágil, pero valiente; pequeño, pero firme. El mar me enseñará a encontrar la calma en medio de la tormenta. Y algún día, cuando yo, personalmente o a través de mi hermano, comande esta flota, no habrá oleaje ni almohade que nos detenga. Porque mi espíritu será como este mar: indomable y eterno.

