Lucía (2ª parte)
Se miró al espejo y después miró las pastillas en su mano, unos segundos más tarde estas caían dentro del cubo de basura. De repente volvió a sonar el teléfono a la misma hora, como cada noche. Se preguntaba qué tendría de especial aquella hora maldita, para que los monstruos saliesen a maltratar a sus familias. La voz al otro lado del teléfono resonaba en su mente con las mismas palabras de cada noche.
–Lucía siento despertarte, tenemos un caso de violencia doméstica con menores, debes darte prisa, recuerda lo importante que es para nosotras. ¿Estás bien? Recuerda que yo siempre estaré a tu lado.
Salió de casa atravesando el parque.
Los casos de violencia doméstica se amontonaban en su mente y a la vuelta en el centro de acogida preventiva, de repente vio a Aícul, en el mismo pasillo donde la dejó la última vez. Quiso preguntar a alguien, cómo es que aquella niña seguía ahí y además sola. Por qué no habían resuelto su caso ya. Pero al parecer todo el mundo se había marchado ya. Así que se acercó a la niña aferrada a su libreta. Las palabras escritas llenaban aquellas hojas cayendo al final de cada renglón por el margen, como si cayesen por un precipicio. La niña seguía sin hablar, pero supo que ella quería leer lo que había escrito, así que extendió su brazo y le ofreció la libreta.
Lucía cogió el cuaderno sin mediar palabra. Su gesto era lento, como si tuviera miedo de lo que podría encontrar allí. Comenzó a leer en silencio…
<<Mamá, la niña murió… no encuentro el consuelo, mientras tus lágrimas alimentan las mías. Me ronda en los sueños, no quiere irse de aquí. Quiere decirme algo y yo solo sé lo que quise decirle. Necesité más días, más horas, ya no creo en nada, busco las razones para vivir, solo me queda dolor salado en los labios. Mis ojos están agotados.
Mamá, la niña murió… no encuentro el consuelo, la rabia aprieta mis puños, me ahoga este gemido que no puedo arrancarme. Anoche me agarró del brazo, quería ver dónde estaba enterrada y hoy en el pasillo de casa me dijo que cogiera el teléfono. No piensa irse y yo le pregunto, ¿qué te dio esta puta vida? Y ella sonríe.
Me gustaría escribirte una canción que pudieras escuchar allá donde estés. Una canción que dijera con pocas palabras y acordes soñados todo lo que te quiero. Perdóname los besos que no te di, perdóname las ausencias en las que me perdí. Ahora siento mis brazos vacíos, justo ahora cuando más necesito abrazarte. No quiero que mamá me vea llorar, por eso oculto mis lágrimas en estas palabras. Nos faltó espacio, aire libre donde oírte gritar. Hoy llueve y recuerdo las películas con que lloramos juntas y he vuelto a dormir contigo como cuando éramos pequeñas. Nadie quiso más que tú. Odias el mal tiempo y sin embargo te gusta oír la lluvia. Hubiese querido gritar contigo. Mi derretida mente no podrá olvidar jamás ninguno de tus gestos>>.
Lucía se desmayó. Estaba helada, cuando los vecinos advirtieron que estaba tirada en el suelo del parque cercano a casa, tan solo con un camisón. Pronto la ambulancia llegó y la llevaron al hospital, donde trataron de recuperarla casi hipotérmica.
Miraba por la ventana del hospital sin ver. Un amasijo de sentimientos la atrapaban, como si estuviese desangrándose entre los hierros de un coche después de un accidente. La voz del doctor la arrancó de golpe de aquel vívido sueño. Cuando se giró, el amable rostro del doctor la tranquilizó recostándose de nuevo en la cama y entonces la vio. A nadie le parecía extraño que aquella niña estuviese sentada allí. No podía oír lo que el doctor le decía. Aícul seguía escribiendo en aquella maldita libreta. Y entonces se levantó, se acercó hasta la cama y le entregó lo que acababa de escribir.
–No voy a leerlo –dijo Lucía– tú no has podido escribir esto, eres solo una niña.
Pero Aícul sin decir palabra seguía extendiendo el brazo insistente.
–Rápido adminístrenle ansiolítico está sufriendo otra crisis –dijo el Doctor, y Lucía cayó de nuevo en un profundo sueño.
Volvió a aquella casa recién nevada, estaba sentada a una mesa a la que le rondaba el miedo, apenas el sonido de cubiertos moviéndose sobre platos gastados, para llevar aquella sopa a sus labios. A un lado el hombre que zarandeaba marionetas, enfrente su madre y al otro lado otra niña de ojos grandes y pelo negro, un alma gemela con la que compartía las alegrías y el dolor, una hermana. El miedo se movía entre ellas, pero ellas no dejaban de mirarse, como si fuese el único hilo que les ataba a la vida. Recuerda cómo la nieve se va derritiendo y debajo va apareciendo la hierba quemada, las preguntas calladas, los momentos escondidos. Allí mismo aprendieron a inventar mundos, a los que viajaban en naves que las arrancaban de una realidad destemplada, que sabía amargo. Ella sabe que no debió reír, entonces el marionetista se la lleva como un guiñapo y desaparece.
Lucía sintió como si hubiese dormido durante días, intentó incorporarse y un agudo dolor en todo el cuerpo se lo impidió como si le hubiesen pegado una paliza.
–Tranquila Lucía –dijo su terapeuta, quien vino a verla al saber lo sucedido–, es normal que te encuentres dolorida, pero los medicamentos están ya haciendo su efecto, me temo que llevas ya tiempo sin tomar tus pastillas.
Ella obvió la pregunta y miró a su alrededor como si buscase a alguien.
–¿Dónde está?
–¿Dónde está quién? –preguntó el doctor.
–La niña.
–¿Aícul?
–Si
–Bueno creo que es hora de que hablemos de ella. Mientras lo hacemos es posible que aparezca de un momento a otro.
Así fue, no empezó hablar cuando la niña abrió la puerta de la habitación y corrió hasta la cama abrazándola. A pesar de sentirse contrariada se dio cuenta que algo había cambiado. La niña seguía sin hablar, pero al menos ahora sonreía.
–Ves, te dije que vendría –dijo el terapeuta– ahora quiero que me escuches atentamente, estamos aquí para ayudarte. Sé que estas muy confusa y necesitas amarrar tu barco al puerto de la realidad para que vuelvas a tu vida. Déjame que te guíe hasta ese puerto. Tu casi no recuerdas ya nada de tu vida. Te voy a contar tu propia historia. Tú eres aquella niña de tus sueños que vio la nieve por primera vez, el monstruo de tu armario era tu padre, aquella niña de ojos negros tu hermana y el mundo que os rodeaba fue ciertamente trágico, fuisteis víctimas de abusos y maltrato.
Lucía comenzó a llorar como si toda la verdad fuese un océano que quisiera tragársela, una luz que la cegara, una certeza que se hundía en su pecho como el brillante metal de un cuchillo.
–Tranquila Lucía, vas a conseguir salir a flote, respira –después de algunos minutos en los que notó el agrio sabor de aquellas verdades, hizo un esfuerzo titánico para recuperar el aliento, intuía que detrás de toda aquella oscuridad habría luz. El doctor prosiguió – tu hermana y tú necesitasteis construir un vínculo muy estrecho, que os permitiera sobrevivir al dolor, y así llegasteis a estar muy unidas. Construisteis otras realidades que os hacían escapar de allí. Tu padre murió y nunca pudiste preguntarle, el por qué de todo aquello. Un día de no hace mucho, a media noche, justo a la hora que te despiertas cada vigilia, tu hermana murió.
No pudiste soportar su muerte e hiciste lo que hacíais de pequeñas, inventaste un mundo para que el dolor no te matara. No eres psicóloga, ni trabajas ayudando a niños víctimas de violencia, nadie te llama por las noches, hace ya tiempo que no tienes teléfono. Has estado viviendo en un brote psicótico continuo que ha alterado toda la realidad.
Lo que Aícul te muestra en su libreta lo escribiste tú. Ella la inventaste tú, si lo piensas un poco, Aícul es tu nombre al revés Lucía, ella eres tú, la niña desamparada víctima de abusos. La voz que te habla cada noche es tu hermana que se preocupa por ti y te recuerda que siempre estará a tu lado, y yo soy tu mente lógica obstinada en salir de este agujero. Vinimos a ayudarte porque tú nos trajiste. Cada persona vive el duelo de manera diferente y la mente humana puede contener universos, tú misma los creaste con tu hermana para huir del dolor y ahora lo has hecho de nuevo, pero esta vez has estado demasiado tiempo fuera, es el momento de volver. Cura a esa niña que llevas dentro, deja que tu hermana te acompañe en el viaje de la vida. Siente el dolor, pero luego siente también el consuelo. Ahora coge la libreta de Aícul y lee lo último que escribiste cuando todavía estabas atada a la vida.
<<Una vez me dijiste que querías envejecer conmigo, ahora se que quieres que envejezca con tu recuerdo>>
Manuel Salcedo