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LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE

Javier Serra

En las siempre turbulentas aguas de la política nacional, tuve la oportunidad de escuchar una de las expresiones con las que el líder de Vox se refirió a los menores de edad no acompañados que llegaron a las costas de Canarias jugándose la vida para huir, en muchos casos, del hambre, las persecuciones y las guerras:

“Aquellos ilegales a los que algunos llaman niños”.

Es una de las frases más rechazables que haya oído últimamente en boca de un político, y la oferta es muy variada, aunque, a la vez, una perla (negra) lingüística. En una época en la que los discursos se han convertido en eslóganes, Abascal nos regala uno que bien podría haber sido objeto de estudio por los grandes filósofos del lenguaje. Wittgenstein seguramente se frotaría las manos ante semejante ejemplo de «juego del lenguaje». ¿Qué mejor demostración del poder de las palabras que una frase tan cargada de desprecio y deshumanización?

Esta declaración, digna de figurar en los anales de la infamia, no solo revela una insensibilidad alarmante, sino que también constituye un ejemplo sobre cómo se pueden usar las palabras para construir realidades alternativas y justificar lo injustificable. Según Wittgenstein, el significado de las palabras está en su uso, y vaya que aquí se ha hecho un uso magistral para despojar a seres humanos de su dignidad, justo lo que hicieron los nazis con los judíos preparando el terreno para la shoah, o ahora los líderes del estado de Israel con los palestinos.

Al hablar no solo describimos el mundo, sino que actuamos en él, como ya señaló el filósofo

J.L. Austin en su obra “Cómo hacer cosas con palabras”. Con esta frase se etiqueta y desecha a estos menores como “ilegales”, llevando a cabo una acción de exclusión y rechazo que puede producir diferentes efectos en el oyente, aunque su mensaje no puede ser más claro: no se trata de niños sino de cosas que no merecen compasión ni ayuda, una molestia de la que desembarazarse. No se les llama “niños” porque eso implicaría reconocer su humanidad y, por ende, nuestra obligación moral de protegerlos y educarlos. Se les denomina “ilegales” para negarles cualquier derecho y para justificar su rechazo. En el mundo alternativo que construye esta frase, la empatía constituye un lujo innecesario y la solidaridad, una debilidad imperdonable. Resulta triste comprobar cómo se puede pervertir el lenguaje con tanta eficacia. Un logro digno de un ministro de propaganda.

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», aseguró Wittgenstein. De ser así, el mundo de ciertos políticos es uno en el que la humanidad ha sido confinada en la prisión sin luz del odio y el miedo. Deberíamos recordar que el verdadero poder del lenguaje reside en su capacidad para construir puentes, no muros. Antes de tildarlos de “ilegales” o endosarles cualquier otra etiqueta, estos niños son, ante todo, NIÑOS. Yo soy de esa gente que se refiere a ellos por su nombre.

Y aprovechando que la selección española de fútbol acaba de ganar de forma brillante la Eurocopa con Lamine Yamal (padre marroquí y madre ecuatoguineana. Los acólitos de Abascal se refirieron a su barrio como “estercolero multicultural”) y Nico Williams (sus

padres ghaneses llegaron a España cruzando el desierto del Sáhara, sin comida ni agua, y saltando la valla de Melilla mientras la madre estaba embarazada de su hermano Iñaki), me viene a la cabeza otro “juego del lenguaje” mucho menos dañino que en un mundo diferente al nuestro podría haberse dado: ¿recuerdan la película “Campeones”, cuando el equipo protagonista pierde la final del campeonato de baloncesto? Se muestran eufóricos, igual que los vencedores, y ante la perplejidad del entrenador que les pregunta a sus jugadores por qué están tan contentos si han perdido, uno de ellos le contesta: “Sí, pero hemos quedado subcampeones. ¿Y qué es mejor, un marino o un submarino?” Me imagino a Wittgenstein en las gradas, disfrutando de esta divertida filosofía deportiva. Quizás hubiera dicho algo así como «Los límites del marcador no son los límites de nuestra alegría». ¿Se imaginan un mundo en el que cualquier selección reaccionara así a su derrota… y en el que se llamara a las cosas por su nombre?

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