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Libro recomendado «Alas de Libertad» de Marcelino Arellano Alabarces

Podrá leer el libro entero a través de este enlace «Alas de Libertad»

 

PRÓLOGO

 

LOS JARDINES DEL TIEMPO

 

 

Los asombros y la nostalgia constituyen un piélago de naturaleza amorosa que se interna por el devenir de los días.  Los versos del poeta Marcelino Arellano Alabarces, recogidos en “Alas de Libertad. Antología Poética” (1974-2016)”, atraviesan esa andadura llena de imágenes y signos.

Los desgarros del alma se hacen visibles. El poeta es espectador de sí mismo y atraviesa una senda estructural, como caminante y soñador, aunando la senda de la expectación y el desencanto, como llamarada viva, en medio de la inquietud. La realidad poética y el sentimiento se unen para liberar esquemas, tras intuir el final del trayecto. Desde la palabra y la nostalgia, voz en el tiempo. Al filo de la realidad, antes de la llegada del fantasma de la noche. Goethe lo supo, tras asomarse un día desde el campanario de Estrasburgo y sentir el vértigo de la existencia.

Es un deseo primordial: atravesar la jungla de los sentimientos para neutralizar el desencanto, frente a la ausencia del fulgor de las primeras alboradas. La reconstrucción de un tiempo soñado y vivido, se trasmuta en reconstrucción de miradas, huellas, el espíritu del instante imperecedero que invoca a la sabiduría de los tiempos, apostando por la realidad vestida de nostalgia, cuando el amor invoca a la antigua sabiduría de los mitos –la mujer idealizada, mecida por la faz del tiempo- sin renunciar a la verdad y al poder omnívoro de la razón. Pese a que el poeta siga asomado al precipicio y reitere las ansias del recuerdo, en permanente nostalgia de pretéritos, en un intento de armonizar naturaleza y vida.

El plano sensorial de la pérdida del amor constituye una regata llena de secuencias. Huellas en una arena perdida de un mar insondable. El poeta recorre las fases de la proclamación de una primavera vivaldiana, para recorrer el resto de las estaciones, veranos y otoños tormentosos antes de desembocar en un invierno gélido, a veces totalmente incompatible con la esperanza del regreso.

Los sentidos rastreadores mueven a una base reflexiva, donde aparece el apetito espiritual –también carnal- frente al nihilismo. La tristeza, profunda en sesgos de melancolía, se abre al contacto de unas manos en la meditación de cada apuesta, para abstraer la negación de la realidad y aceptar la derrota del paso de los días.  Existe esa comunión personal y anímica, intrínseca, que recorre unas páginas de recorrido ascensional por el desierto del sentimiento amoroso, en la representación de juegos de espejos que reflejan el umbral de un mundo que se va descomponiendo al compás de las luces y sombras, desde la extrañeza, donde la vida y los sueños se avienen a encontrarse y fundirse en las profundidades del ser.

Un sello neorromántico que denota atmósferas de destellos, donde la poesía se convierte en tabla de salvación, materia encendida al otro lado del desfiladero. Ante la pérdida de la causa de amar por falsos convencionalismos y esquemas impuestos. Llegar hasta la hondura en el ars amandi, saber de la levedad de la rosa. La flor/mujer, en medio de la búsqueda de la claridad, de la transparencia, un nido de aves en busca de la libertad, entre los cauces del sueño, vividos desde el lamento y la sensualidad del amor.

Hay matices que nos llevan a contactar con una realidad que permanece en el tiempo. El recuerdo del abuelo, “por los caminos de España/ se han perdido mis sueños”, el legado de la tierra. La vida que sale al encuentro, desde el pasado, desde el presente necesariamente vivo. Un canto homenaje a Federico García Lorca. Muerte en Víznar. Ecos villaespesianos, modernistas, libaciones y manantiales de azahar y deseos, pulsiones estelares que se mueven entre el viento y la brisa, en las secuencias de los contrarios, en el perfume de un tiempo. La luz/mujer, aquella mirada: “y a mí/, oculto en el zarzal de la floresta/, se me va quedando blanca el alma”.

El río, la casa, el hogar, los silencios. Las noches en Ítrabo, la escarcha en una mañana fría. Aquellos tiempos de dolor y miseria de postguerra, tras la inclemente e incivil guerra del 36. El recuerdo del maestro, el viento helado pujando por entrar a través de una ventana donde no había cristales, sólo esquirlas en el alma. Aquellos niños del hambre. Huérfano de sensaciones, aquel diario de ausencias. La inocencia de la infancia: dando de comer migas de pan a las palomas. El recuerdo de los seres queridos. Las lecturas juveniles: el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín… Una senda de rotaciones y vivencias. La senda hacia Motril. Los álamos y los campos del Pisuerga. Soledades y viento de otoño, atravesando los días.

Boton Marcelino

Ecos de Bécquer, Neruda, Machado. Vida, raíces amadas y regreso. El cine, realidad y ficción. Las hojas secas, los sueños, las veredas a las que conduce el olvido. Historias de segadores, en verano. La luz y la necesidad del campo. Las almendras majadas en el almirez, aquel pinar, la maceración de las uvas, el lagar, las alpargatas de esparto. Los segadores del sol y de la noche.  Las campanas tañendo, la oración de la tarde, tiempos de misales y rosarios. La hogaza de pan recién cocido, “las manos suaves y blancas de mi abuela”. Transcurriendo los minutos, escuchando a los mayores contar historias en el porche del cortijo. El tren de las 5: la vida, saliendo al encuentro. Los primeros amores, las enseñanzas paternas. El molino viejo, aquellos castaños y encinares, el lenguaje de los árboles, las verdes espigas, el camino que llevaba hasta la ermita.

Una tarde en la Alhambra. El agua de las acequias, de los arrayanes. Belleza, noches de lunas, Torre de Comares, Torre de la Vela. Añoranza de la primavera en Granada. El río Darro. Noches calladas, de ausencias. Naufragios, peregrino de amor olvidado. El tiempo detenido tras un volcán de sensaciones imperecederas. El eco de una voz. Y, por siempre el mar, la mar de Alberti. Una cancioncilla para el recuerdo. Palma, Almería, tantos lugares recorridos por la mirada. La belleza de un recorrido colmado de sugerencias.

El poeta también rinde homenaje a los desvalidos, ante las injusticias aplastadoras de la vida. Y sufre por los niños soldados, por la muerte inclemente de los refugiados, por tantos sueños rotos. Contra la sinrazón de las guerras, contra los dictadores y el maltrato. Un muro alto, difícil de destruir, mientras, en vuelo alado, los versos claman por las libertades con el fin de recomponer sesgos de esperanza. Porque es posible y necesario reconstruir un paisaje vital donde sobreviva un humanismo solidario.

La vida se cubre de velos y de sombras. Aquellos lirios, grutas de ninfas escondidas. Aquel amor con nombre de mujer. Brújula y razón de ser, desde “sus ojos negros como las noches de invierno”. Cuando nacían los luceros y el agua convertía en sensualidad la primavera. Infinitos faros apagados en la ciudad inhóspita, tras la velada ensoñación de otros tiempos. Tempus fugit, amargo como la flor de la adelfa, junto una ladera de espinos, en un paisaje cercano al imposible olvido. En aquellos parajes, repletos de leves florecillas, acunadas por la brisa –en clave franciscana- y una luz colmada de sensaciones. Los senderos y los paraísos perdidos. Aquellas notas de Chopin, mágicas en el crepúsculo, junto a la fragilidad de unas conchas recogidas en la playa de la ilusión. Los vértices de aquel sur, transitado por la mirada, alto muro frente al desaliento, tan lleno de ocasos e incógnitas. Por si algún día, esa tibia luz regresara y llenara el sendero de la vida.

 

 

Pilar Quirosa-Cheyrouze

Articulista de IDEAL y Crítica Literaria

 

Primavera de 2017

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