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LA ÚLTIMA ESPERANZA 3/4

Sergio-reyes

Sergio Reyes Puerta

Pero soy Pedro Eanes de Guimaráns y mi palabra está por encima de cualquier consideración, de cualquier peligro y de mi propia integridad.

En efecto, yo podía ser un súbdito de la corona de León ―donde, por cierto, hacía menos de diez años que Alfonso IX había ordenado refundar La Coruña, no muy lejos de Coirós, lugar este último de procedencia de mi amada, Azenda Peláez―, pero aquellos castellanos que había dejado en la torre, con todas sus esperanzas puestas en mí, aunque no fueran vasallos de mi mismo rey, eran tan cristianos como yo y se encontraban rodeados de guerreros mahometanos dispuestos a todo. Y si, además, regresaba a Guimaráns como un traidor, el padre de Azenda acabaría por saber de mi felonía y jamás me aceptaría como yerno. 

Me introduje con sigilo en la aldea, tratando de que mi agitada respiración ―a causa de las carreras que acababa de protagonizar, huyendo de los muslimes― se escuchara lo menos posible. Encontré enseguida unas cuadras y elegí una bonita yegua alazana que desaté con rapidez, aunque sin poder evitar algún relincho inoportuno que me pusiera nervioso, por si alertaba a los dueños. Para colmo, un gato en las cercanías se puso a bufar y maullar, por lo que desistí de la idea de acondicionar mi montura y, en cuanto la saqué al exterior, me encaramé a ella con agilidad. Montando a pelo, espoleé la yegua en dirección al sur suroeste, por donde más o menos calculaba que se encontraba la plaza de Ayna.

Apenas llevaría una legua recorrida cuando una luz fulgurante iluminó el cielo. Mi primer pensamiento fue que no era verano, así que no podía tratarse de una lágrima de San Lorenzo. Pero pronto vi que el tamaño de aquel fuego aumentaba y antes de que cayera a nuestro lado ya había adivinado que se trataba de una flecha enemiga incendiada, tratando de desvelar mi posición. La yegua ―que más tarde descubriría que era más joven de lo que en un primer momento había imaginado― pifió y relinchó asustada, mas conseguí dominarla enseguida y la puse a galopar a toda velocidad. Varias flechas pasaron cerca de nosotros, pues llegué a escuchar ―a pesar de la algarabía de mis perseguidores― algunos zumbidos que delataban el vuelo de aquellos proyectiles. Volví a espolear mi montura, pensando en el honor de mi familia, en el amor que sentía por Azenda y, también, en el gracioso «ayúdenoz» de la niña de la torre. A la vez, rezaba todo lo que sabía. Lo hacía por todos ellos y por mí, mientras que aquellas voces de lengua extraña iban quedando atrás y cesaba el sonido de los silbidos de las saetas que nos lanzaban.

―Hemos tenido suerte, pequeña amiga ―le susurré a la joven alazana de largas crines cuando, rato después, la luz de la alborada me permitió admirar su porte y la ausencia de heridas en ella y en mi cuerpo, no así en mi rostro―. Bien podríamos no haberlo contado.

Como si entendiera lo que le decía y con los belfos babeantes, la yegua emitió un pequeño relincho y un gran bufido. Comprendí el gran esfuerzo que acababa de hacer y, entre montañas, la acerqué a la orilla de un río para que bebiera. Esperaba que se tratase del río Mundo, pues eso significaría que me hallaba cerca de Ayna, aunque también podría estarlo de la Liétor sarracena. 

Descabalgué y también me remojé el morro y la cara con el agua del cristalino torrente, limpiando la herida que en la mejilla me hiciera el roce de una flecha. Después, observé con atención a aquella bestia, que me había traído hasta aquí sin protestar, se veía extenuada, así que decidí que era el momento de tomarnos un descanso. No muy largo, eso sí, pues los castellanos de la torre estarían esperando los refuerzos que había venido a buscar.

―Supongo que tus dueños te pusieron un nombre ―le dije con suavidad a mi nueva amiga, mientras le acariciaba la frente hasta el hocico―, pero desconozco cuál era, así que te llamaré Coirensa, en honor a la tierra de mi amada.

Coirensa emitió un leve bufido de satisfacción, como si le gustara su nuevo nombre. Los belfos aún chorreaban agua tras el festín que el animal acababa de darse en el río y con el aire que acababa de expulsar me dio un buen remojón, pero la alegría de haber salvado el pellejo me hizo reírme, en lugar de enfadarme. Sin embargo, enseguida me llegó el eco de mi risa y, debido a mi desconocimiento de aquellas geografías, empecé a preocuparme por si los musulmanes de Liétor, si es que estaba cerca de dicha población, pudieran descubrirme allí.

Sergio Reyes Puerta

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