LA ÚLTIMA ESPERANZA 1/4
Era de noche y estábamos rodeados. Esos condenados sarracenos habían conseguido colarse en nuestra fortaleza durante la madrugada y los supervivientes, a duras penas, pudimos refugiarnos en la torre.
―¡Pedro!
Ese era mi nombre y el de algunos más que se llamaban como yo, pero el señor del castillo me miraba a mí, así que levanté la cabeza todavía más. Por el rabillo del ojo vi ceños fruncidos y gestos de extrañeza en los demás hombres e, incluso, mujeres que allí se refugiaban.
―Decidme ―traté de sonar resuelto. No era momento para vacilar o mostrar debilidad. Los gritos y órdenes en árabe, al otro lado de los muros de nuestra torre, se escuchaban con nitidez y sonaban aterradores.
―Debéis marchar y pedir ayuda al señor de Ayna. Decidle que…
―Pero, mi señor… ―Intervino uno de los presentes, interrumpiendo a mi interlocutor aunque, al final, titubeó y optó por guardar silencio.
―¿Cómo vais a enviar a un forastero? ―Se atrevió a protestar otro de los presentes, sin duda más valiente.
―¡Eso! A él, ¿qué más le da? Igual se larga al norte, a su tierra, sin importarle lo que nos pase ―añadió un tercero.
El bullicio se desató y todos parecían querer opinar sobre la inconveniencia o no de enviarme a mí con semejante misión.
Podía entenderles.
Yo, Pedro Eanes de Guimaráns, estaba allí de visita de negocios y era lógico pensar que, en caso de poder salir del castillo y lograr sortear las líneas enemigas, podría optar por huir a mis tierras, en la Galicia que el reino de León incorporase hacía más de un siglo a sus territorios. De hecho me parecía esa una muy buena opción, aun cuando no deseaba ejecutar la misión que aquel señor pretendía encomendarme y que me daría la oportunidad de escapar de allí.
―¡Silencio!
El señor del castillo de Sanfiro logró superponer su vozarrón a la de aquel galimatías de protestas y propuestas, logrando así su propósito. Todos cerraron el pico y se dispusieron a escucharlo.
―¿Qué otra opción tenemos? ¡Estamos rodeados de musulmanes sedientos de sangre! Si nos rendimos, recuperarán la fortaleza. Tenemos que pedir refuerzos para evitarlo, pero para eso hay que salir por esa ventana, descolgarse por la torre hasta el adarve de la muralla y después descolgarse nuevamente hasta la ladera de la montaña, en un terreno infestado de enemigos. Las probabilidades de morir en el intento son altas. ¿Quién de vosotros está dispuesto a asumir el riesgo?
Yo mismo era consciente de lo que el señor del castillo estaba diciendo. Por eso no deseaba que me encomendaran semejante misión. Ni mucho menos, ejecutarla. Del mismo modo, los allí presentes se miraron entre ellos de reojo mientras agachaban la cabeza, disimulando su embarazo.
―Y si este hombre lograse alejarse de aquí sano y salvo, aún tiene que recorrer una distancia en la que puede encontrar patrullas de todo tipo o peor aún para él: aunque conoce el camino a Ayna porque de allí vino anteayer, equivocarse y dar en Liétor, que aún sigue siendo mahometana.
Nadie replicó y yo supe que no me iba a quedar más remedio que hacer lo que me pedían tan ingratos anfitriones. Aún así, traté de defenderme.
―Señor ―me negaba a llamarle «mi señor», puesto que no lo era―, yo apenas conozco esta zona y puedo perderme con facilidad, más aún siendo de noche, como es.
El señor del castillo negó con la cabeza, me puso una mano en el hombro y habló en estos términos:
―Hijo mío ―a fin de cuentas yo era bastante joven todavía y bien podría haber sido uno de sus vástagos, aunque estos, allí presentes, agacharan la cabeza y se escondieran con disimulo entre sus compatriotas―, sois ágil e inteligente y seguro que tenéis buena memoria. No tengo duda de que recordáis la pequeña aldea que ayer os mostré, cuando nos dirigíamos a atacar aquel campamento enemigo en el que capturamos al predicador de la mezquita aljama de Mursiya. ¿Recordáis que allí había caballos?
A regañadientes, asentí con la cabeza.
―Bien ―continuó el señor del castillo―, allí vive poca gente y a estas horas todos duermen. Será fácil para vos robarles una buena montura con la que dirigiros, después, hacia Ayna. ¡Recordad que dependemos de vuestra audacia!
Miré a mi alrededor, con el morro torcido. Todos los presentes me observaban, muchos con la duda en los ojos, otros con gesto de súplica. De repente, algo húmedo tocó mis dedos de la mano derecha.
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