Portada » La silla vacía

Hacía dos años que el joven David había marchado de erasmus. Otro país otro idioma lejos de su hogar, ya llevaba dos navidades solo. Aquel doctorado se le estaba atragantando, hacía tiempo que no se sentía feliz. No había salido del país desde que comenzó, le costaba hablar con su familia en aquellas videoconferencias, no quería que lo viesen tan delgado y abatido, de hecho, ya hacía casi un año que no hablaba con ellos y ni siquiera pudo ir al funeral de su abuela tan solo unos meses atrás. No sabía que le estaba ocurriendo, pero ya no sentía pasión por su tan amada y ansiada profesión. Los fríos brazos de la depresión estaban estrechándolo. Nada llenaba ese extraño vacío que lo inundaba, lo asfixiaba. Se descubría llorando en mitad una sesión de trabajo en el laboratorio. Decidió visitar a un psicólogo que le ayudase a deshacerse de ese lastre. Tenía que seguir con su tesis doctoral. Pensó que tan solo necesitaba que le diesen alguna pastilla para salir adelante y efectivamente lo consiguió. El psicólogo no pudo ver lo que en realidad ocultaba, y que se ocultaba también así mismo, de modo que le recetó el mejor amigo de la era moderna, un desinhibidor en pequeños comprimidos. Algo que te hace creer que estás bien, que no está ocurriendo nada en tu interior, que el vértigo de la acelerada sociedad en la que vivimos no tiene nada que ver, es solo una ilusión, tu puedes con todo, no necesitas nada más. Esas señales que te envía tu cuerpo no son nada, no les hagas caso.

Así pasaron algunos meses casi eufórico, aunque a ratos algo soñoliento. Pero parece que al menos dejó de escuchar a ese cuerpo tan «quejica» y avanzó en su trabajo, no todo lo que le hubiese gustado, pero al menos estaba trabajando.

Pero cuando nuestro cuerpo habla hay que escucharlo, no vale acallarlo. Si nos quiere decir algo hay que escucharlo, porque casi siempre que nos habla, es para decirnos que algo no esta funcionando bien, que debemos hacer algo al respecto.

Él creyó que todo iba bien, al menos parecía haber acallado aquellas extrañas emociones, sin embargo, empezó a notar cierta resistencia al fármaco y entonces pensó en hablar con su psicólogo para que le subiese la dosis. Lo que el no sabía es que esa voz no es nada caprichosa, es nada más y nada menos que nuestra propia supervivencia. Lamentablemente casi nadie la escucha. El psicólogo le subió la prescripción y él pensó: «Ahora sí que ya nadie podrá conmigo, no necesito nada más, podré con todo». Pero un día después de una noche no tan buena, en la que extrañas pesadillas lo dejaron exhausto. Esos malos sueños solo venían a decirle, que jamás podrá callar esa voz que viene desde dentro, en su más profundo interior. Porque es él mismo llamándose, para decirse que debe hacer algo, aunque al despertar siempre olvida. Ese día se sentía agotado, sentado delante de su mesa entre utensilios de laboratorio. Empezó a sentir que le faltaba el aire, unas desagradables palpitaciones le quemaban en las venas, una presión en el pecho comenzó a asfixiarlo, la cabeza le daba vueltas y un miedo a perder el control o a morir se apoderó de él. Minutos más tarde estaba en la sala de urgencias de un hospital por una crisis de ansiedad.

Imagen de Lorri Lang en Pixabay

Un día después el decano, que no era otra cosa que sabiduría a fuerza de dolor y llanto, lo llamó a su despacho.

–He sabido lo que te ha ocurrido –dijo el decano.

Mientras, David pensaba en el sermón que le iba dar, solo le preocupaba que esto afectara a su tesis.

–David quiero hacerte una pregunta –dijo el decano acrecentando aún más su preocupación– ¿Cuánto hace que no ves a tu familia o al menos hablas con ellos?

Seguramente la pregunta que debió haberle hecho su psicólogo.

Él ni siquiera recuerda que contestó, porque casi ya no recordaba cuando fue la ultima vez. Pero por muy extraño que le pareciese su viejo decano no dijo nada más.

Volvió a su habitación, se sentó en el borde de la cama. Era un 22 de diciembre y ni siquiera se había dado cuenta que tan solo faltaban dos días para ser Navidad y entonces lloró como hacía tiempo que no lo hacía. Unos golpes en la puerta de su habitación lo sobresaltaron y al abrir, allí delante de su puerta, a más de tres mil kilómetros de su casa estaban sus padres. Abrazaron su corazón y los inhibidores se derritieron a su paso, la angustia que ni mil pastillas vencieron, un solo abrazo las fulminó, las añoradas miradas evaporaron las tinieblas de la depresión, las lágrimas limpiaron toda la toxicidad del tratamiento.

Traían un billete de vuelta a casa para él. «La Navidad se celebra en familia», dijo su madre «y sin ti son las más tristes para nosotros. Este año muchos no podremos celebrarlas con aquellos que se fueron, pero tu estas aquí, vivo. Este año muchos no creemos tener razones para celebrar nada, pero todos los que estamos vivos debemos celebrar la vida, por los que se han ido. Tu abuela así lo hubiese querido».

La navidad lo sanó, pero no porque fuese una fiesta más o menos religiosa si no porque la familia sana, esa es la medicina que realmente se necesita.

David recuperó el color y se dio cuenta que no estaba enfermo, tan solo echaba de menos a la familia. Celebraron Navidad juntos y llegó esa noche a la que llamamos Nochevieja en la que despedimos un año y queremos que desaparezca todo lo malo. A la mesa habían puesto una silla vacía, donde debió estar la abuela y la madre de David se puso en pie y antes de brindar quiso recordar a su madre: «Ninguno de los que estamos aquí tenía ganas de celebrar nada, para nosotros no hay nada que celebrar sin ti. Aunque parezca un día cualquiera a todos nos hace recordar nuestras vidas y tú estás en casi cada momento. Este año no iba a haber árbol de navidad, este año no iba a haber cena, este año no iba a haber villancicos, ni coplas de la abuela, este año solo iba a haber dolor en cada minuto, en cada anuncio, en cada sonido suelto desde las ventanas vecinas, dolor en el aire y duelo en los cubiertos. Pero anoche soñé contigo, íbamos de la mano y en la orilla de aquella playa vi tu eterna sonrisa y supe que a ti nunca te fue el dolor ni la tristeza solo la alegría, así que fui a buscar a mi hijo y aunque nuestras mejillas estén húmedas reiremos, aunque la congoja no nos ayude con los villancicos cantaremos y aunque tu copa falte brindaremos».

Dedicado a todas aquellas mesas durante estas fiestas, en las que hallan sillas vacías, donde debió sentarse algún ser querido.

Manuel Salcedo

Imagen de Lorri Lang en Pixabay.

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