LA PENÚLTIMA BACHATA
El baile comenzaba a medianoche, pero yo estaba impaciente por verla y, por eso, aparecí unos minutos antes. Fui el primero en llegar y me coloqué justo en el centro. Quería que me encontrara con facilidad, aunque la llegada de otros bailarines, que iban ocupando sus lugares, hacía peligrar mi visibilidad. Alguna de las recién llegadas, por cierto, me pidió un baile, pero ajeno a las habituales costumbres de cortesía, me negué en redondo. Me reservaba para ella.
La salsa y la bachata se alternaban en la penumbra que nos rodeaba. Aquellos cuerpos danzarines que me rodeaban se movían y giraban sin descanso, imbuidos de un ritmo alegre y sensual que, momentáneamente, los llenaba de vida. Yo, por mi parte, seguía pendiente de lo mío: verla. Sabía que vendría. Siempre lo hacía, aunque jamás hablábamos de por qué o cómo lo sabíamos.
Al poco se cumplieron mis deseos y ella apareció al fondo, sacudiéndose el ajado vestido. Estaba preciosa, como siempre. No se me salieron los ojos de las cuencas porque a estas alturas del cuento ese tipo de cosas ya no me suceden, pero la mandíbula se me desencajó de tal manera que tuve que recolocármela con disimulo. Hacía un año exacto que no coincidíamos y ahora nos buscábamos con manifiesto deseo, a la vez que absorbíamos el aroma de las flores frescas que nos rodeaban. Un par de galanes, como sombras que se arrastran con lentitud, le pidieron un baile, pero ella los rechazó mientras escrutaba la oscuridad, tratando de localizarme. Estaba segura de que yo estaría allí, como todos los años, esperándola.
Al fin nos encontramos y nos miramos con pasión. Sin decir nada, coloqué mi mano derecha en su escápula. Ella apoyó su mano izquierda en la mía. Ese contacto, aunque frío como la noche, me hizo revivir y sentir que no importaba todo lo que tiempo atrás habíamos perdido.
Permanecimos en silencio un buen rato, alternando salsas y bachatas y escuchando tan solo las pisadas de las parejas vecinas. Sobraban las palabras y la inexistente música. Yo le marcaba los movimientos, los giros y las figuras, mientras contaba en el interior de mi cráneo. “Un, dos, tres…”. A pesar de los años transcurridos, seguía necesitando esa guía para no perder el paso.
Después, mientras nuestra danza continuaba, recordamos nuestros inicios. Hablamos de cómo nos enseñaron Pilar y Raúl a poner las manos —con tensión— o hacer el medio giro o el Titanic. También nos acordamos de los compañeros de baile e, incluso, de Los cinco del MaMonaZo. ¡Menudos fiesteros imparables eran aquellos! Sí, nos reímos con nuestros recuerdos, pero también sufrimos, sabiendo que al final de la noche nos volveríamos a separar.
Entretanto, las parejas a nuestro alrededor iban rotando —el “roten, que se enamoran” nos vino entonces a la memoria, no pudiendo evitar sonreír con picardía—, y comprobé que todas nos miraban de reojo. Podía sentir, junto a la fría textura del aire, su envidia por nuestra especial chimamanda, aunque después de que rechazáramos a varios, que intentaron separarnos para que bailáramos con ellos, ya nadie más trató de interrumpir nuestro reencuentro anual.
La sombra de los cipreses cercanos, a veces, servía de escondite a alguno de esos bailarines procaces que, tal vez, buscaban la eternidad en su danzar. La luna se asomaba de vez en cuando entre los negros nubarrones tras los que se escondía, aportando algún reflejo plateado a la oscuridad que nos envolvía. Los búhos ululaban no muy lejos, marcándonos el paso ante una ausencia de música que no podía detener nuestro baile sagrado. Según avanzaba la madrugada, los más perjudicados se marchaban y nosotros nos acordábamos del ambiente, también opaco, del Bora Bora y de otros sitios donde antaño nos juntábamos a bailar.
Después de varias horas quedábamos muy pocos, quizás los más atrevidos, arriesgándonos a que algún madrugador se acercara antes de lo previsto y nos descubriera en nuestra travesura anual, bailando y girando sin parar, hasta la extenuación. Entonces, sonaron las campanas de la cercana iglesia y, aunque hacía mucho que el transcurso del tiempo ya no tenía sentido para nosotros, gracias a ellas nos dimos cuenta de que empezaba a clarear sobre nuestras cabezas.
Amanecía, que no es poco, y las pocas parejas que quedaban se fueron retirando, cada cual a su agujero. Nosotros, sin embargo, permanecimos agarrados, bailando lo que tuvimos a bien denominar como la penúltima bachata. La terminamos justo antes de que los primeros rayos de sol asomaran por encima de la tapia de nuestro cementerio. Tristes, porque había llegado el momento de despedirnos hasta la siguiente madrugada del uno de noviembre, nos dimos un beso y, no sin nostalgia, nos volvimos a acostar en nuestras respectivas tumbas, donde durante otro año más, mientras esperábamos al próximo baile del día de difuntos, descansaríamos en paz.
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