Portada » LA MONTAÑA MÁGICA

David Ríos Aguilar

Así comencé a llamarla ya desde mi niñez. Cuando, cada fin de semana, nuestros trayectos de ida y vuelta de Granada a Nigüelas habían de cruzar el Río Dúrcal mediante el conocido cariñosamente por los durqueños como «Puente de Piedra».

A comienzos de los ochenta, la entrada en servicio del viaducto de hormigón apenas doscientos metros aguas abajo del viejo puente del siglo XIX, redujo drásticamente el tiempo empleado en atravesar aquel paraje de ensueño.

La verdad es que a mí me dio un poco igual. Cada vez que el Renault 12 amarillo de mi padre cruzaba la flamante infraestructura de hormigón, el fiel y esforzado coche tenía que aminorar la marcha un día sí y otro también a petición expresa del que suscribe estas líneas.

Pretendía así dar a mi retina el máximo de tiempo posible para disfrutar, empaparse de aquel lugar tan fascinante como sobrecogedor. Memorizar si cabe en ese recóndito lugar del pensamiento donde habitan los sueños, la amplia perspectiva que desde allí se tenía de lo que para ese niño era ya su «montaña mágica»…

Allí abajo, en las inmediaciones de la confluencia del Río Dúrcal con la rambla del mismo nombre, el paraje conocido como «Poza Pipa» marca la salida al valle de las impetuosas aguas del río.

Hasta llegar a dicho punto, la corriente discurre encajada entre profundos desfiladeros de tajos imposibles, donde la roca dolomítica apenas ha permitido ser horadada por el paso del tiempo y del agua.

Siguiendo el curso fluvial en sentido ascendente, a unos cinco kilómetros y medio del lugar donde el entrañable «Pipa» habilitaba cada verano una poza para el baño y salvando un desnivel de apenas trescientos cincuenta metros, el Barranco de los Ramblones supone el comienzo del tramo más agreste e indómito del río.

Comienza entonces a abrirse paso, rumbo hacia el oeste, entre los relieves caóticos y afilados que definen las estribaciones de las Buitreras y Los Poyos, para luego enfilar la dirección sudoeste buscando ya las escarpadas laderas de La Chaja y el borde más oriental de la Sierra del Manar, justo antes de salir al valle.

Este conjunto de sierras, lomas y cerros no solo presentan como denominador común una espectacular topografía, tan inhóspita como inaccesible. Encierran un área cuya importancia ecológica le lleva a gozar de protección en toda su vasta extensión, ya sea bajo la figura de Parque Natural o de Parque Nacional dependiendo de la zona de que se trate, y que se pone de manifiesto en una rica y variada comunidad tanto vegetal como animal.

Perteneciendo a esta última, perfectamente adaptada a la verticalidad del paisaje y en ocasiones desafiando a las propias leyes de la gravedad, la cabra montés se erige -con permiso de la majestuosa águila real- en dueña y señora del territorio.

La silueta del ejemplar de la fotografía, recortada contra el fondo gris y descarnado que conforman el Cerro de Loma Alta, Los Miradores y los Tajos de Cebón, supone el contrapunto perfecto para iluminar y colorear de vida esta escena cotidiana de montaña…, de nuestra montaña mágica.

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