Portada » LA MADRE Y LA LUNA

Tumbada junto a él esperaba, tan nerviosa como desnuda, el anochecer y, con ello, el mensaje que la luna había de traerle. El sol rozaba ya el horizonte mientras un temblor agitaba su vientre y una gota de sudor se deslizaba por su frente, perpendicular al suelo.

Solían tumbarse al aire libre, juntos, a esperar el ocaso, amarse y, después, dormir. El clima de aquel paraíso lo permitía y, así, ella podía vigilar la luna todas las noches.

La luna. Qué bonita. Y qué puntual, a su manera.

Llevaba años siguiendo sus evoluciones. Noche tras noche llegó a conocer sus fases y los correspondientes horarios a la perfección. Creciente al anochecer, llena por la noche, menguante de madrugada y, finalmente, nueva, desaparecida. Un ciclo perfecto que siempre la acompañaba, fiel y leal.

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Por eso, tras la ausencia de ayer, aguardaba otra vez, ilusionada, el veredicto de su regreso. Sabía que sería una aparición fugaz, pues estaría pegadita al sol y duraría muy poco sobre el horizonte. Sería, de hecho, una sonrisa de labios tan finos como alegres. Y sabía también que, quizá entonces, su aparición le traería, al fin, la felicidad.

Esperó y desesperó. El tiempo pasaba despacio. Ella miraba, de vez en cuando, la espalda fuerte del hombre, que respiraba ajeno a su esperanza, ignorante de sus ilusiones. Lo amaba como a su propia vida, sí, pero a veces se preguntaba cómo podía ser tan inocente, tan ingenuo.

En esos pensamientos estaba cuando, al fin, llegó el crepúsculo. Y tal y como esperaba, volvió a verla de nuevo.

Allí estaba la luna. Su querida luna. Delgada, mínima, sonriente. Y cerca, muy cerca de aquel lejano horizonte, como siempre que reaparecía, como cada vez que regresaba.

Supo entonces que, una vez más, había llegado el momento de comprobarlo. Su cuerpo era tan puntual como la luna y aquella era la señal esperada. Despacio, con miedo, la mujer separó los muslos y se tocó. Notó la humedad en su entrepierna y, temiéndose lo peor, cerró los ojos unos instantes. Después los abrió y, con disgusto, se miró los dedos mojados. Suspiró desengañada y una lágrima se deslizó por su mejilla sonrosada. La primera sonrisa de la luna le había vuelto a traer, puntual como siempre y bajo la luz del crepúsculo, aquella maldita sangre. ¡Era lo último que quería! Ella deseaba, con todas sus fuerzas, luna a luna, no sangrar la siguiente vez. No sangrar durante nueve meses seguidos.

Se mordió fuerte los labios y contuvo unos incipientes sollozos. Después, entre lágrimas resecas admitió, en frustrante silencio, que tendría que volver a esperar otros veintiocho días. Y, tras abjurar de la crueldad de Dios, con los ojos empapados y maquinando soluciones, Eva se giró para abrazarse con fuerza a Adán, que llevaba ya un rato dormido bajo aquel viejo manzano.

Sergio Reyes Puerta

 

 

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