LA LEYENDA DEL ALCALDE
Pongo a mi ventilador a máxima potencia por testigo de que me disponía a redactar un deslumbrante artículo sobre la actualidad política en España y la posibilidad de que cierto partido radical con nombre de diccionario llegue a tocar poder en coalición con la derecha tradicional. Sin embargo, ignoro por qué razones, me ha venido a la cabeza la frase atribuida a Maquiavelo “el fin justifica los medios”. Y acto seguido he pensado, “qué curioso que un apellido haya dado lugar a un concepto, “maquiavélico”. ¿Cuántos casos similares existirán?” Como la anarquía y el desorden forman parte insoslayable de mi credo, abandoné la idea de divagar sobre el cuadrilátero político doméstico e investigué sobre tan apasionante cuestión lingüística. He aquí el resultado, que ha cobrado forma de cuento inverosímil. Aviso legal: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia:
“Una vez, en un pequeño pueblo de España, se desencadenaron una serie de eventos que merecen ser calificados de kafkianos. El alcalde, obsesionado con el control y la vigilancia, implementó un sistema de cámaras de seguridad en cada rincón, calle y plaza. Así podía asegurarse de que no entraban en su pueblo ni migrantes, ni personas no heterosexuales, ni pobres, ni feministas, ni vagos y maleantes.
Pero eso no fue todo. Resulta que el alcalde también era un defensor a ultranza del darwinismo social, y por lo tanto estaba convencido de que solo los más fuertes y aptos deberían prosperar en la sociedad. A tal efecto estableció una serie de competiciones absurdas para determinar quiénes merecían los recursos y servicios básicos. Los concursos de carreras portando maletines llenos de dinero negro, lanzamiento de enchufes, inflar globos con palabras vacías y hacer malabarismos con tomates (base de la economía local) se convirtieron en los criterios para obtener derechos y beneficios. Su sadismo no conocía límites.
La población, que por supuesto había votado o bien engañada o bien embelesada por las falsas promesas del ahora alcalde, se arrepentía de haber aupado al poder a semejante líder y se hallaba al borde del histerismo. Los traumas y las neurosis proliferaban como cucarachas en verano. La cosa adquiría unos tintes realmente freudianos.
Sin embargo los habitantes, hartos de las absurdas políticas y reglas impuestas por el alcalde, decidieron tomar medidas drásticas. Organizaron un boicot masivo a todas las pruebas ridículas y al panóptico que se les había impuesto, negándose a participar en el juego del caudillo de su ayuntamiento. Con pancartas y carteles ingeniosos, protestaron enérgicamente contra aquel régimen orwelliano y exigieron su derecho a regresar a la libertad, la privacidad y la solidaridad.
La resistencia al alcalde desató un frenesí de eventos caóticos y escenas dantescas. Las protestas fueron interpretadas por parte del alcalde y sus secuaces como un intento de linchamiento, por lo que contraatacaron con todo lo que tenían. Se generó tal tumulto en las calles a base de lanzamientos de tomates que la tomatina de Buñol quedó a la altura del betún.
Finalmente el alcalde, en un acceso inesperado de lucidez que algunos atribuyen a una intervención divina y otros al impacto en su cabeza de una cámara que un ciudadano indignado arrancó de su soporte, se dio cuenta de la perversidad de sus acciones. Reconociendo su propia conducta maquiavélica, renunció a su cargo y se disculpó con los habitantes de su municipio. Los vecinos del pueblo, aliviados, aprendieron que la libertad y la dignidad humana no deben ser sacrificadas en aras de ideologías extremas, mensajes espurios, medias verdades manipuladas y populismo barato. Además, para que los
tremebundos acontecimientos propiciados por sus dudosas elecciones no cayeran en el olvido, decidieron poner una placa en la fachada principal del consistorio con la siguiente leyenda marianista:
«Es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”
FIN
¡Espero que el cuento no les haya resultado demasiado quijotesco!
Javier Serra