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Sergio Reyes Puerta

Sergio Reyes Puerta

Rebeca, llamada en secreto por sus padres «la hija del tiempo», dormía el sueño eterno como si yaciera en la juguetería errante. Incluso muerta, sentía la música en los huesos, igual que la dentellada de alguno de esos perros con placa que la miraban con cara de encontrarse frente a un plato de mal gusto.

Mauricio, creyéndose el sabueso de los Baskerville o el falso inspector Drew ―incluso con el comisario Lascano creía compartir maneras―, observó con atención a la dama de blanco. Paladeó ese extraño sabor a muerte, parecido al que te suele dejar un pisto a la bilbaína tomado en tierra de furtivos. Después, suspiró hondo. Aquello era, desde luego, un asunto rural

Un rato antes, Mauricio había bajado los treinta y nueve escalones de su apartamento, tras despedir a su último ligue ―a quien bautizara como «la dama del lago»― con un cansado «adiós, muñeca». Durante el trayecto trató de olvidar su hastío, su hartazgo de vivir entre intrigas y deseos que, quizás, le harían acusar a algún presunto inocente y enviarlo, con galerna fresca, al purgatorio. Recordó, también, que la llamada que lo había obligado a levantarse de la mecedora y acariciar la rosa del Tibet, antes de salir, por caminos dudosos, hasta la escena del crimen, le había mosqueado.

Ha llegado el águila ―susurró el tercer hombre con el que se cruzó, uno de los agentes más pelotas que, aún así, se apartó como si fueran extraños en un tren.

La clave está en Rebeca ―replicó, pretendidamente chistoso, el policía que ríe siempre las tonterías del anterior. Parecía que la muerte de cualquier criatura le resultara divertida.

Mauricio no hizo caso. Enfadarse con sus hombres era lo que menos le apetecía en la mañana de un lunes tan aciago como ese. Además, el largo verano, que casi se podría afirmar que había empezado en enero, le traía un dulce sabor a muerte que flotaba en la atmósfera, condensado y vibrante, y le recordó, al ver aquel cuerpo sin vida, el caso de los bombones envenenados. Supo entonces que un veneno mortal andaba detrás de aquel horrendo crimen.

Lo que callan los muertos, ¿verdad, jefe?

Miró a su interlocutor con desprecio y se percató, entonces, de su frente sudorosa.

Morir no es lo que más duele ―respondió Mauricio―. Lástima que no cerramos en agosto ―añadió, deseoso de no haber tenido que ver a aquel estúpido.

―¿Para qué? Total, ya no quedan junglas a donde regresar ―se encogió de hombros el otro, aparentando ser el hombre que nunca le haría daño a nadie.

Mauricio sintió acumulársele el odio en las manos y pensó en aquello tan manido de que siempre vienen mal dadas, pero guardó silencio, agobiado por el calor y rezando para que cayera un aguacero que refrescara el tórrido ambiente.

―Esto es como en el nombre de la rosa, ¿verdad? ―insistió el imbécil―. Ya sabe, un posible envenenamiento y todo eso.

Ni en 21 días de ira se hubiera concentrado tanta rabia en la mirada de Mauricio. El agente estúpido se retiró despacio al verla, como lo haría un animal acorralado. Fue tan inmejorable el largo adiós que representó al marcharse que hasta Chandler, sin duda, lo observaría gustoso desde el cielo o, mejor dicho, desde el infierno.

―¡O como en la venganza de Nofret! ―Exclamó el estúpido, por último, antes de salir corriendo, como si fuera el mensajero del miedo o algo similar.

«Jo, qué tropa», pensó Mauricio, satisfecho, no obstante, por tan acertado comentario. Tenía razón ese guardia civil. Si la ley del Talión no estaba presente en aquella sangre inocente, es que había perdido el instinto por el que lo apodaban, desde joven, «el halcón maltés» o «el raro». De hecho, estaba seguro de que a la finada le habían dado un beso antes de morir e, incluso, ya adivinaba el nombre del presunto vengador, pues el cartero siempre llama dos veces, al igual que el criminal siempre vuelve a la escena del crimen.

―Tranquila ―interrumpió Mauricio a la librera, de repente, alargándole dos libros―, ha sido un viejo conocido. Está claro que, como en el caso de los amores proscritos, el asesino de reinas ha actuado aquí mismo, en esta pequeña librería, durante la noche. Pero lo detendremos muy pronto, ya verá usted.

La dueña del local le quitó la cajita de rape de las manos al investigador que le descubriera el secreto de Zalamea. Puso ambas obras en lo alto de la estantería que había encontrado tumbada, aquella misma mañana, al abrir ―«la han asesinado», había denunciado por teléfono, unos minutos antes―. El maldito ladrón, además de volcarla, se había llevado la caja registradora, pero la fantasiosa librera, mientras esperaba la llegada de la policía, sonreía feliz y satisfecha, con la historia que acababa de pergeñar al recolocar en los anaqueles, por títulos ―aunque sin reglas y con inocencia singular―, sus novelas negras favoritas.

Sergio Reyes

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