La escritora de los sueños 3ª Parte

Mariam seguía golpeando las gastadas teclas de su máquina de escribir. Su sonido era mágico y su campanita al final del carro en cada línea, alimentaba su afán de seguir contando todo aquello que a sus lectores les haría soñar.

Al salir del taller de Belzo tras la chimenea, Cristian la observó y el sonido de su Remington era casi una nana para él. Después de la excitante experiencia de caminar entre los escenarios de sus sueños, que le dejó con más preguntas que respuestas, aquella sosegada imagen por extraño que pareciera le trajo la paz que hacía tiempo no sentía. Junto a la mesa donde Mariam escribía, llamó su atención una antigua fotografía. Siempre le encantó deleitarse en los detalles de aquellos retratos bañados en ocres, pero en aquella había algo muy familiar.

Podía verse una casa de madera con un pequeño porche, que ocupaban dos mecedoras. Delante un coche muy antiguo, un Austin Seven del treinta y seis, y un carretón con aparejos de pesca. Al detenerse en los detalles, tuvo la impresión de haber visto antes todo aquello. Se acercó aún más para descubrir el misterio. Se preguntaba que había en la fotografía que le era tan familiar. De repente se dio cuenta… el rostro de un niño. Más que una lámina sepia parecía un espejo, el parecido era asombroso, como si hubiese sido él mismo en otra época.

–¿Quién es? –preguntó Cristian enredado en el misterio.

–Estás confuso ¿verdad? –Dijo Mariam al tiempo que buscaba algo en una vieja cómoda–, es inevitable que te parezcas a tu abuelo.

–¿Mi abuelo? –dijo entre la incertidumbre y la nostalgia.

–Sé que lo echas mucho de menos –dijo con ternura Mariam– te he visto esperarle en tus sueños. Al morir todos vienen a visitar el mundo de los sueños, para ver a sus parientes. Es un gran día cuando sucede es como un reencuentro. Los vivos despiertan felices de haberlos visto. Pero él no ha vuelto nunca ¿verdad?

El silencio de Cristian bastó para contestar.

–Tenemos algo que te pertenece –dijo Mariam que sostenía lo que al fin encontró– tu abuelo nos pidió que te entregásemos esto.

Mariam traía en sus manos una caja arcaica de latón envejecido, que solían utilizar antaño para atesorar recuerdos. Cristian la abrió como un pirata abriría el cofre del tesoro.

Encontró algunas fotos, una colección de pétalos y hojas secas, un mineral azul al que la caprichosa naturaleza dio la forma de un corazón y en el fondo algo que brillaba.

Era un extraño utensilio esférico de metal bruñido, algo más grande que un reloj de bolsillo y enseguida lo reconoció. Era el instrumento de navegación del abuelo, con el que jugaba cuando era muy pequeño.

Estaba compuesto por tres discos concéntricos de bronce. Al tocarlos giraron libremente unos con respecto a los demás. Lo hacían alrededor de un anillo central con una hendidura que formaba un hueco circular. Parecía el alojamiento de otra pieza del tamaño de una nuez, un fragmento que le faltaba, aunque ellos todavía no lo supieran. Sobrepuesta a estos tres discos, una varilla giratoria sobresalía del borde del disco, tenía grabados los días y los meses del año en los doce signos del zodíaco egipcio, desde Saturno con la figura de la diosa gato, hasta el Chacal de Anubis, y justo en el centro se encontraba grabado: “Media Nox”. Una extraña mezcla de culturas.

–Es un antiguo instrumento astronómico que se usaba en la Tierra, –aclaró Belzo–, es un horologium nocturnale. ¿Verdad que es hermoso? Es un reloj nocturno, lo he visto muchas veces en los sueños de los navegantes. Era necesario que el cielo tuviera suficiente oscuridad, para que pudieran localizar bien a través de este orificio central la estrella Polar. Entonces trataban de alinear lo mejor posible, el borde rectilíneo de la varilla de bronce con las dos estrellas punteros, la Osa Mayor Dubbé y Merak. De esta manera conseguían la hora exacta, la latitud y el acimut. Aunque veo que este tiene algo diferente, sin embargo, por mucho que lo miro no sabría decirte el qué.

–Es fascinante –dijo Cristian mientras lo sostenía en sus manos.

–Yo diría que podrá hacer más de lo que parece, porque en el mundo de los sueños cualquier instrumento puede ser mágico, –propuso Belzo mientras se acariciaba la barba.

–Sigo sin saber para que querría mi abuelo que tuviera este instrumento, no sé todavía que trataba de decirme.

–La verdad, en eso no puedo ayudarte, lo que sí sé es que el noctilabium como es conocido entre los marineros fue y es un instrumento muy importante para navegantes y exploradores, –dijo Belzo mientras se acomodaba en la vieja mecedora– era el instrumento por el que llegaron a conocer nuevos mundos, a conocer las respuestas a muchas de sus preguntas y llegó a tener un significado más profundo de libertad y esperanza. Representa el espíritu curioso del ser humano su necesidad de descubrir que hay más allá, la eterna curiosidad sobre el mundo en el que vivimos, algo que parecen haber perdido muchos, distraídos por los fuegos artificiales de la sociedad en la que vivís. Ese instrumento les decía dónde está el norte, cosa que muchos han perdido hoy.

–En mi opinión –Noa también quiso dar su propio juicio–, aunque aquí no te sirva para conocer la altitud ni el acimut, es justo aquí en el mundo de los sueños donde tu abuelo quiso que lo encontraras. Estoy convencida de que él tenía buenas razones para dejarte un noctilabium, que con toda seguridad debe ser mágico.

Volvió la vista a la caja de su abuelo y observó que entre las fotos había una carta. En el sobre podía leerse:

<<Para mi nieto de su abuelo Gerard O’Donnell>>.

Hacia tanto tiempo que no oía la voz de su abuelo… y ahora tenía entre sus manos una carta escrita por él. No sabía cómo reaccionar. Con la carta en sus manos le invadió la congoja, las cuerdas vocales se hicieron un nudo que no le dejaba hablar… Noa le puso el brazo sobre los hombros para que se sintiera reconfortado. Empezó a respirar más despacio, quería recuperar el aliento, tragó saliva y la abrió. Comenzó entonces a leer con los ojos todavía brillantes y la voz algo trémula:

Tras el punto al final del párrafo Marian tiró de la hoja martilleada de letras, la miró con satisfacción y la colocó sobre el montón de otras ya escritas. Levantó la guía de su máquina de escribir, volvió a colocar otra hoja en blanco y comenzó a golpear de nuevo las teclas.

Continuará

Manuel Salcedo

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