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La divina (tragi)comedia

Javier Serra

En la tragicomedia de nuestro peregrinaje por este mundo, donde interpretamos personajes que nos vemos obligados a improvisar, se desarrolla un diálogo fascinante a la vez que perturbador: el que se entabla entre nuestro demonio y nuestro ángel. Por un lado, poseemos el don de la razón y la capacidad de crear. Si avanzamos un paso más, de trascender. Somos capaces de construir sociedades civilizadas, generar obras de arte y desarrollar teorías científicas que amplían nuestra comprensión de la realidad y nos hacen ser dignos de admiración. He ahí la obra del ángel.

Sin embargo, en el extremo opuesto del espectro, habita un demonio agazapado en nuestro interior. Somos capaces de cometer actos de crueldad inimaginable, de desatar una violencia sin límites, de una barbarie que revela lo más oscuro de nuestra naturaleza.

¿Cómo conciliar estas dos realidades tan dispares? ¿Cómo explicar que la misma especie que alumbró a Sócrates, a Shakespeare o a Einstein, también sea responsable de las atrocidades de Auschwitz, Ruanda o la que acontece en estos momentos en la franja de Gaza a consecuencia del inhumano ataque de Hamás?

La respuesta radica en la complejidad inherente a nuestro origen. Somos una mezcla de ese demonio y ese ángel, una amalgama de instintos primitivos y aspiraciones trascendentales. Chimpancés y bonobos. Yin y Yang. Mozart y Bad Bunny.

O, en palabras de Nietzsche, una cuerda tendida sobre un abismo, constantemente oscilando entre lo sublime y lo brutal. Esta dualidad, esta paradoja, es el sello distintivo de la condición humana.

A lo largo de la historia hemos buscado incansablemente desentrañar el misterio de nuestra propia naturaleza. Filósofos, científicos, artistas y pensadores de todas las épocas han tratado de comprender las raíces de la violencia, la crueldad y la maldad que en ocasiones nos caracterizan.

José Antonio Marina, filósofo de referencia en nuestro país, nos ofrece en su obra «Biografía de la inhumanidad» una amplia y profunda perspectiva sobre esta cuestión. Marina nos invita a considerar la evolución humana como una aventura metafísica, una búsqueda constante de un camino transitable entre lo animal y lo sobrehumano.

El autor argumenta que la evolución cultural nos ha separado gradualmente del resto de los animales, ampliando paulatinamente nuestras capacidades cognitivas y tecnológicas. Sin embargo, este progreso no ha sido lineal, ni tampoco ha estado exento de contradicciones.

Nuestra mente, como el propio Marina señala, es una «maravillosa chapuza». Esta imperfección de base nos hace susceptibles a ignorar en ocasiones las más básicas normas morales y a desarrollar conductas destructivas.

Según la teoría del “bucle prodigioso”, argumenta Marina, nuestras creaciones culturales y tecnológicas influyen en nuestra propia evolución. Un ejemplo de esto sería, sin ir más lejos, el desarrollo del lenguaje escrito. Esta invención no solo cambió la forma en que comunicamos y almacenamos información, sino que también alteró la estructura de nuestro cerebro. La capacidad de leer y escribir requiere una compleja red de áreas cerebrales, y la alfabetización ha demostrado tener un impacto en la cognición y la memoria.

Y, al igual que el lenguaje escrito ha transformado nuestra cognición, nuestras creaciones tecnológicas y culturales continúan modelando nuestra sociedad y comportamiento. Por ejemplo, la invención de Internet ha revolucionado la forma en que interactuamos. Ha creado nuevas dimensiones de la sociedad, impensables hace apenas dos décadas. Sin embargo, también ha introducido desafíos como la desinformación y la polarización social. Por no hablar de lo que nos puede deparar la llegada de la inteligencia artificial.

El lenguaje escrito es un ejemplo perfecto del diálogo entre nuestros ángeles y demonios: es una herramienta para la iluminación y el conocimiento, pero también puede ser utilizada para engañar, agredir y manipular. Una obra clásica de la filosofía del lenguaje que esclarece esta cuestión tiene un título revelador: “Cómo hacer cosas con palabras”, de J. L. Austin.

Pero la cuestión es, ¿por qué persiste (y de hecho parece incrementarse) la inhumanidad en un mundo cada vez más consciente de estos hechos, más racional, más civilizado? La respuesta no puede ser ni sencilla ni única. Requiere un examen profundo de nuestras motivaciones individuales y colectivas. Y ponerle remedio es aún mucho más complicado: precisaría de un compromiso continuo y global con la ética y la virtud. Deberíamos trabajar activamente para fomentar valores de compasión y justicia en todas nuestras interacciones.

Pero este horizonte parece tan lejano como viajar a Marte en patinete.

La sombra del demonio parece extenderse con fuerza en los conflictos actuales que asolan Oriente Medio y Ucrania. La barbarie de la guerra, la codicia, el fanatismo religioso y la sed de poder deshumanizan a nuestra especie, por muy contradictorio que suene, arrastrándonos a una espiral de violencia que, debido al progreso tecnológico alcanzado, podría conducir hacia nuestra propia extinción.

Es en estos momentos de oscuridad cuando debemos invocar la luz del ángel para que brille con más intensidad. La comunidad internacional debe unir esfuerzos para promover el diálogo, la diplomacia y la búsqueda de soluciones pacíficas a estos

terribles conflictos, potencialmente devastadores. Solo a través de la cooperación y la comprensión podremos exorcizar al demonio de la guerra y construir un futuro más humano para las generaciones venideras.

De lo contrario, ya no habrá diálogo alguno entre el demonio y el ángel: solo quedará un monólogo triunfal del primero en el páramo en que habremos convertido el mundo.

Javier Serra

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