La discusión

Este relato es una deuda contraída con
Marichu Fernández, a quien se lo dedico con afecto.
La discusión se había iniciado por tedio, por una menudencia, o sencillamente por el placer de enfrentarse por algo que ya habían olvidado, como siempre.
Uno había dicho blanco, no recordaban cual de ellos, y el otro había respondido que negro. Cuatro frases desatendidas, una mirada displicente, un insulto farfullado y había estallado la reyerta. Era automático, no necesitaban más provocaciones Lo tenían tan ensayado…
De un tiempo a esta parte, estas lides tomaban derroteros alarmantes. Lo que, en otro tiempo, se había iniciado como una inocente broma, había invadido el terreno de las pesadas y, ahora, había llegado a una situación en que se atacaban directamente los sentimientos del otro y en la mayoría de ocasiones con crueldad.
Eva comprendía que no debía haberle dicho aquello; Abel reconocía que fue el rencor quien eligió sus palabras; aunque ella tampoco tuvo empacho en sacar a relucir aquello que tanto le dolía a él; Abel tampoco se cortaba a la hora de mencionar a la familia de ella y eso que lo que había hecho su suegro fue con toda la buena intención del mundo, aunque a él le hubiera sentado tan mal.
Si siguen por esa vereda no tardarán en cruzar el Rubicón y llegarán al verdadero campo de batalla, donde cada uno querrá ser el que más aportó o quien más sufrió en su relación que, entre bromas y veras, están destrozando a base de esas discusiones por diversión.
Pero no pueden abandonarlas por las buenas. Hasta en estas pugnas existen unos protocolos a respetar. Ellos los conocen bien y los tienen muy en cuenta, especialmente porque últimamente es una práctica muy habitual.
La estridencia musical del local y los hirientes destellos estroboscópicos atraviesan como saetas la serenidad de los enfrentados. No es el ambiente más idóneo para sosegar la polémica. En eso todavía coinciden. Cuando Abel manifiesta el trastorno que le causa aquella algarabía a la que culpa de impedirle conversar civilizadamente, aunque sepa que no es cierto, Eva asiente, consciente del embuste, ambos callan y, con su silencio, el atronador ambiente se amplifica y los impulsa a buscar un refugio.
Ambos recuerdan un rincón algo más calmado en aquel antro, el mismo que cobijó sus primeros escarceos, que intimó sus primeros besos, que alentó sus primeras caricias. Hace de eso más de mil años.
Tienen suerte, la misma mesa en la que decidieron unir sus vidas está desocupada.
Durante la tregua del trayecto han recapacitado cada cual por su cuenta: y han llegado a la conclusión de que están verdaderamente enojados, aunque no recuerdan el porqué, también coinciden en atribuir la culpa al otro y en que no están dispuestos a ser el primero en disculparse. Eso es innegociable.
Saben que si dejan que el orgullo campee por sus fueros la cosa ira a peor, que si no envainan el envanecimiento, no podrán volver a la aburrida senda de la felicidad. Felicidad es esa palabra que les martillea las sienes a la misma velocidad con que la ven alejarse y casi con la misma tenacidad que sienten que sus egos necesitan perdonar, perdonar sí, pero nunca de pedir perdón.
La música parece haberse compadecido de ellos, ha abandonado el machacón, insoportable y repetitivo bombo, ha entrado en su lugar el empalagoso, aunque bienvenido, chill out. Las luces han perdido filo, ya no laceran. Se sienten menos enardecidos, las emociones al recorrer su torrente sanguíneo lo hacen a una velocidad más normal, como en meandros. Sin previo acuerdo ambos elevan su mirada a la garita del pinchadiscos y tropiezan con la sonrisa de Juan. Comprenden que es a él a quien deben la momentánea tregua del estruendo. ¡Si se pudiera bajar con la misma facilidad la potencia del orgullo!
El bajón de decibelios abrirá la puerta al razonamiento, como desean ambos. Si consiguieran apearse de su arrogancia habrían adelantado mucho, pero eso sería tener mucha suerte y si el sincero arrepentimiento germinara en ambos, a un tiempo, todo estaría solucionado, pero eso ya entraría en el capítulo de los milagros.
Cualquiera de ellos se conformaría con que cualquiera de los dos, preferiblemente el otro, encontrara la disculpa apropiada para zanjar la cuestión, porque siguen empeñados en que la culpa, como siempre, fue del otro. Pero ambos, aunque les cueste admitirlo, están deseando volver a aquella época tan primitiva de cuando les bastaban esas tres frases hechas para encauzar una felicidad hecha a prueba de disgustos.
Detrás de la indiferencia de sus miradas late, tenaz, el deseo de reconciliarse, pero no lo ven, el orgullo o, si prefieren, la autoestima, empaña sus miradas. Buscan la reconciliación, no solo para celebrarla, que también, sino para que vuelva ese delicioso tedio en que consiste la felicidad, de la que solo se acuerdan cuando la pierden por esas yermas discusiones que amenazan con establecerse y colonizarlos y que, a fuerza disputarlas como si de una ruleta rusa se tratara, se les ha olvidado que no es conveniente despertar al tigre que duerme en su interior.
Melodía y penumbra van ganado terreno porque y, como se sabe, para las batallas hace falta luz, como demostró el propio Josué al suplicar al Altísimo que detuviera durante un tiempo el sol en lo alto para poder completar la derrota del rey de Jerusalén. Con la tenue luz la animadversión va retirando sus efectivos a los cuarteles de invierno y amanece la esperanza.
Parecen apaciguados.
«¡Qué cerca hemos estado!», piensa uno. «Si seguimos con esta afición acabaremos más solos que la una. No volveré a caer en ninguna provocación, no más discusiones competitivas de las que el único premio es alguna «consecuencia indeseada», barrunta la otra. «Podemos institucionalizar las reconciliaciones sin tener que discutir previamente, que es lo que más nos gusta de las discusiones, son tan dulces», cavila Abel. Pero cuidan mucho que esas «debilidades» se les transparenten, aunque quieren convertirlas en hechos.
Como firma de ese acuerdo no pronunciado se enfrentan, esta vez en un cálido abrazo que, a fuerza de estrecharse, se convierte en baile.
Juan había puesto una de Serrat.
Sus mentes querían rasgar la canción gritando al otro: «Tienes razón», pero la soberbia ahogaba unas palabras aún por pronunciar.
Palabras de amor sencillas y tiernas,/ que echábamos al vuelo por primera vez.
Uno de los dos tiene que dar su brazo a torcer, uno debe pedir perdón, ambos están de acuerdo: debe ser el otro quien lo pida. Pero ninguno consigue transmitírselo al oponente.
Bailan sobre la voz de Serrat, abrazados con rabia, como si no hubiera tiempo para otro abrazo y, sin pretenderlo, sus labios se rozan… otro automatismo entre ellos: de repente se abre la compuerta de las disculpas y sus bocas no dejan pedir perdón ni aun besándose. Sin romper el abrazo caminan, apresurados, hacia su casa donde, en la alcoba, se oficiara con todo el fasto y la solemnidad que la urgencia les permita, la nueva reconciliación.
Con las prisas se han llevado a Serrat enredado en su alegría.
Palabras de amor, sencillas y tiernas,/ Que echamos al vuelo por primera vez./ Apenas tuvimos tiempo de aprenderlas,/ recién despertábamos de la niñez.[1]
[1] Palabras de amor Joan Manuel Serrat 1967
Alberto Giménez
