La volví a ver una cálida tarde de primavera sentada en una mecedora de madera de nogal en el patio de su casa. Los almendros habían florecido, y había olor a yerba buena. No era ni su sombra de lo que había sido. Nada de la exótica y llamativa mujer de talla imponente y personalidad arrolladora que iluminaba el aula con su sola presencia de la cuál estaban enamorados la mayoría de los estudiantes de BUP y Bachillerato. La profesora que me hizo amar la literatura hasta el punto de hacer de ella mi vida. La amiga que supo guiar mis pasos con mano experta cuando decidí aventurarme por las inhóspitas tierras de la escritura.

         En mi memoria conservo con cariño nuestras intensas conversaciones sobre: poesía, narrativa, editores, tertulias literarias, cotilleos…en la pastelería del pueblo. Se alargaban toda la tarde hasta bien entrada la hora de la cena. O los largos paseos por el pueblo visitando las tiendas de ropa y complementos.

         Me formaba incluso cuando no sabía que lo hacía, contribuyó a mi educación de manera permanente después de finalizado el instituto y habiendo finalizado mi carrera. Cuando publiqué mi primer libro de poemas, aceptó sin dudar escribirme un prólogo que, con encendida pasión, glosaba méritos que ni yo ni mi antología merecíamos.

         Luego perdimos el contacto. No fue algo premeditado, pero ocurrió. Yo permanecía en la ciudad y por motivos de confinamiento de la COVID 19, no podía ir al pueblo a visitarla de forma paulatina. Cometí el mayor y el más humano de los errores: olvidé mis orígenes, y ella iba en ese paquete. Un día hablé con su marido y me dijo que no se encontraba bien, al parecer tenía una enfermedad irreparable. La mayor parte de los días, su imagen regresaba a mi memoria. Se me antojaba el fotograma de una película antigua que muy poco o nada tenía ya que ver conmigo. Al menos, hasta que recibí la llamada de una buena amiga del pueblo.

         ─Es doña María. Está grave.

         Una avalancha de recuerdos se precipitó entonces sobre mí hasta sepultarme por completo. Necesitaba verla.  Era de nuevo una alumna sedienta de sus enseñanzas, la amiga con la que conversaba sobre cualquier argumento literario, libros leídos y proyectos venideros. Decidí hacer un nuevo viaje al pueblo aquella misma tarde. Mientras conducía camino del hospital, había pensado mil veces, sobre lo que iba a decirle en cuanto la viera. Las palabras se me resistían, posiblemente porque era más intenso el sentimiento de culpabilidad que me azotaba el alma. Desde allí fui al hospital más cercano movida por la certeza de que un aliento de vida se me escapaba con ella. Cuando entré en la habitación, me costó reconocerla en aquel cuerpecito ajado, con los ojos más hundidos de lo habitual, con la mirada tristes y perdida, con poco pelo, carente de toda fortaleza. Con una expresión de desconcierto en sus ojos me preguntó:

         ─ ¿Cómo te llamas? ─No supe que responderle en ese mismo instante.

         Había olvidado mi nombre y no la culpo por ello. La devastadora enfermedad le había devorado la mente y ahora éramos dos extrañas. Sin embargo, en ese momento, tuve claro lo que le quería decir.

         ─Soy el espíritu de la luna plateada vagando por el Monte de las Ánimas. Soy Mariana Pineda reclamando al pueblo: libertad, justicia e igualdad.  Soy la poetisa Safo declamando: El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona. Soy la mujer de las mil caras del siglo XXI. Soy Antonio Machado recorriendo campos de Andalucía. Soy el céfiro del pueblo. Y, lo que es más importante, soy todo eso y mucho más gracias a ti.

         Doña María me cogió de la mano y la acarició, sentí la calidez y delicadeza de su piel. Después la apretó fuertemente a pesar de que ya tenía poca fuerza. Bebió un poco de agua. Me senté a su vera y por primera vez me sonrió, con una sonrisa amplia impregnada de melancolía. Entonces tuve la esperanza de que tal vez no me había reconocido a mí, pero al menos, había conseguido reconocerse a ella misma.

Ana María López Expósito

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