…..Ojos de Gato estaba dando el último repaso a una pequeña capilla de ébano en la que había tallado una virgen de marfil. La cháchara de los tres guardias que trabajaban en el taller era interminable, pero a él le gustaba escucharles hablar pamue*. Sabía que lo hacían así cuando no querían que él se enterará de la conversación, pero no le importaba, pues tenía su gracia adivinar por la expresión de sus caras y la complicidad de las miradas por donde iba el tema…

– Elías dejaros ya de hacer historia y acaba de cepillar esa madera, que el ataúd tiene que estar listo para mañana.

Pensó con sorna que seguía la tradición familiar: su padre los hacia para los lugareños, y ahora también le rondaban a él, puesto que por la necesidad, todos los ataúdes de los blancos se hacían en las carpinterías de los campamentos.

Vio el cepillo de carpintero perderse entre las manazas de Elías, bailando de un lado a otro con movimientos, cachazudos, y pesados, y no podía ser de otra forma, porque Elias era un hombre con un cuajo tan desmesurado como su persona, que cargaba con casi dos metros de estatura y un montón de kilos de peso. Cuando estaba de buenas, mirarle a los ojos era como estar viendo a una oveja pastando feliz en un valle, pero si algo le preocupaba, entonces la oveja feliz se esfumaba detrás de una expresión estúpida, como una oveja fuera del redil… pero esa flema le ganaba porque le recordaba a su hermano Andrés y así esgrimía, benevolente, mil excusas ante su holgazanería en el taller.

– ¡Abó, abó! Las palabras en pamue causaron el efecto deseado porque se incorporó, del banco en donde seguramente había permanecido recostado buena parte de la mañana, lo sabía porque le había pillado más de una vez roncando como una marmota.

Los tres hombres comenzaron a cortar, cepillar, y lijar la madera: el hacer historia, quedaría para otro momento en el que no estuviera él…

Miró el reloj. Eran más de las tres. Extendió un paño grueso sobre la mesa de carpintero y colocó en el la pequeña capilla de ébano. Paseaba los dedos por toda la talla como un ciego, tanteando con

empeño cada ángulo, cada hueco, cada trazo curvo, o recto… Las uñas negras, los dedos desollados, las manos arañadas, todo valía la pena…

Masa ¿A comer? — Decían los ojos de Elías, con la enorme cabeza ladeada hacía un lado y el pesado cuerpo de pie ante el señor. Enredaba torpemente entre las manos el tarbus* de fieltro rojo, como un patoso muchacho enamorado, de alguna remota aldea ecuatoriana, lo haría con su jipijapa. No pudo por menos que sonreír ante la estampa que le había venido a la cabeza, y elucubró sobre los tejemanejes del cerebro que te llevan a donde quieren y cuando quieren…

— A comer Elías; a comer…

Los vio alejarse a paso rápido rajando sin parar; haciendo historia ahora que no estaba el masa. Caminaban como chiquillos despreocupados sin más problema que calmar sus estómagos. Envolvió la pieza en el paño y salió al exterior en donde unas pesadas nubes oscuras planeaban en el cielo. Uno de los calcetines se empeñaba en deslizarse de la pantorrilla a cada paso, así que lo dejó sin más porque solo quería llegar a casa y beberse todo el Sinaí*. comer lo que el cocinero le hubiera guisado y dormir algo, si es que podía…

En la mesa un blanco mantel le esperaba con un menaje impecable. Los destellos de los cubiertos de alpaca; la luz de un rayo de sol posado en el cristal de la copa; las señales de los dobleces de la tela, hablaban de las horas de trabajo del bueno de Agustín. Un agradable olor a guiso bailaba por la casa. Era el inconfundible aroma del pollo al contrichop, que Elisendo el cocinero hacía como nadie, con esa salsa espesa de cacahuetes…

Durmió una buena siesta porque el tiempo había cambiado. En una pared de la sobria habitación en penumbra, las lamas de la contraventana quedaban dibujadas por una mano artista e invisible, dando la sensación de una estancia menos vacía. Tras un rato corto de abstracción en el negativo de la pared, saco una mano de la mosquitera y tanteó la pequeña mesa que tenía al lado buscando la cinta amarilla. La cogió y la oprimió contra su pecho: — Tengo que hablar con ella… Pero en que estás pensando… eres un viejo para esa chiquilla… — Se sentó en la cama con la vista fija en una salamandra que corría a esconderse en alguno de los pliegues del mosquitero. – Tengo que verla… necesito verla… — Hablaba en voz alta, mientras sus pies buscaban los zapatos; los movía con cautela, porque ya se había encontrado más de un inquilino no deseado. El último visitante fue un magnífico ejemplar de alacrán que a punto estuvo de causarle un disgusto. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. El mundo que lo rodeaba parecía sestear bajo un cielo dormido de sol. Hasta la bandera que, a falta de un soplo de aire y ensopada de agua, caía desmayada a lo largo del mástil y a sus pies, la magnífica calavera de elefante seguía enfilando los colmillos a ese cielo cargado, ajena a todo lo que no fuera su reducido mundo de cielo y bandera. Una mariposa de gran tamaño pasó por delante de la ventana y fue a posarse, amparada entre las hojas, en una de las flores de un hibisco, de un color rojo intenso, que crecía feliz entre el contrití de aroma suave, mano santa en las sobremesas. Bajo la lluvia desplegó las alas aterciopeladas de bellos tonos marrones salpicados de blanco, permaneciendo inmóvil en la flor, esperando ilusamente a que se le secaran las alas para seguir el camino y un sentimiento de pena le invadió, por la fugaz vida del insecto. Guardó la cinta en uno de los bolsillos de la sahariana, y apartándose de la ventana salió al exterior…

Gudea de Lagash

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