La casa de la bruja (y III de III)

Cuatro horas después, Lucía tuvo que arrancarme, literalmente, de una lectura que me tenía completamente embelesado. Era hora de comer, hasta mi llegaban unos apetitosos aromas y, sin embargo, mi congénita glotonería había sido completamente desterrada por aquel peculiar libro. La seguí a regañadientes hasta una cocina en la que cabía toda nuestra casa. Nunca pensé que una bruja pudiera perder un solo minuto de su tenebrosa vida en la cocina… a no ser para preparar sus siniestras pócimas y brebajes.

Nada de eso me esperaba en aquella luminosa pieza donde, sobre una alegre mesa amarilla, había dispuesto una apetitosa comida para los dos. La exquisita presencia de los alimentos invitaba a degustarlos y, por un momento, me hizo olvidar aquel libro que había acaparado toda mi atención. Todo estaba delicioso: una ensalada que le enseñaron a hacer en Turquía, a la que siguió una pechuga riquísima con un nombre francés, que no pude retener y, como colofón, pastel de chocolate preparado por ella, que estaba mejor que los que compraba mi madre los días de celebración.

Me preguntó si quería echar una siesta, cosa a la que, aunque resultaba apetecible por el sosiego del lugar, no estaba acostumbrado en aquella época del año, en la que salía espoleado hacia la escuela sin haber tenido tiempo de tragar el último bocado de la comida. Además, no quería perder ni un minuto de lectura.

De nuevo junto al mirador, proseguí con la aventura que amalgamaba «La vuelta al mundo en ochenta días» con el relato del peregrinaje siguiendo los itinerarios de Phileas Fogg, habían completado la madre de Lucía, primero, y ella misma después. Y, aunque solo me moví de la silla para ir al baño un par de veces y para tocar la punta de una lanza, que me miraba desde uno de los anaqueles y que, según Lucía, era Zulú, esa tarde  recorrí medio mundo.

Lucía para mí nunca más sería «la bruja».

Cuando mamá vino a buscarme para que besara por última vez a la abuela, la mire contrariado, me dolía dejar, aunque fuera momentáneamente la lectura.

—¿Después podré volver? — fue lo único que se me ocurrió preguntarle.

—Sí Dani, aquí esperarás a que volvamos del cementerio. No te importa. ¿Verdad cariño?

Ahora, tantos años después, espero que la alegría que experimenté cuando mi madre me dijo que podría continuar allí, leyendo, no se me notara demasiado.

Muchos de aquellos ochenta días transcurrieron en un suspiro y cuando regresó mamá para que, después de agradecerle a Lucia su atención conmigo, llevarme a casa me quedé apenado mirando aquel libro y pensando que no podría acabarlo hasta que se muriera otro familiar y tratando de entrever quien sería el siguiente que me facilitaría la lectura.

— ¿Quieres llevártelo? —preguntó Lucía al notar lo despagado que me quedaba—. Ya me lo devolverás cuando lo termines y vengas a por otro.

Acababa de iniciarse una amistad, la más sincera de mi vida, o mejor, habría que hablar de dos amistades: la mía con Lucía que no se marchitó ni cuando me comunicaron su muerte y la que me une a los libros, que día a día sigue adquiriendo mayores dimensiones.

Es cierto que, como en todas las amistades, también atravesaron tiempos difíciles que las hicieron más fuertes. Esas nuevas amistades me alejaron algo de la pandilla, aunque Lucia insistía en que no los abandonara, pero más de una vez tuve que enojarme con alguno de ellos, tantas como la llamaban «la bruja». Al final logré convencerlos de que no lo era y, hasta alguno vino conmigo a leer a su casa, pero nunca, a nadie más que a mí, le permitió sacar un libro de su casa.

Con el tiempo me responsabilizó de que le recogiera el correo y le regara el huerto cuando ella estaba de viaje, muy a menudo. Cuando volvía nos veíamos varias veces por semana, cada vez que yo necesitaba un libro y aprovechaba para comentar el anterior con ella. Nunca me trató como a un niño, sabía dar importancia a mis opiniones.

Siempre estaré en deuda con ella porque me ayudó a elegir la carrera que quería estudiar, cuando yo aún no lo sabía. Y me animó a continuarla cada vez que el desánimo se enredaba en mis proyectos.

Cuando, terminados los estudios, me fui a trabajar a la capital, ocasionalmente volvía a Sevilla para ver a mi madre y a Lucía. Con el tiempo, cuando mi madre faltó, seguí volviendo, con la misma frecuencia, pero solo para ver a Lucía.

Ahora la muerte había vuelto a llevarme a casa de Lucía.

A casa de quien me adentró en el más maravilloso de los mundos: el de la lectura; de quien me ayudó a encaminar mi curiosidad, de quien me enseñó que en este mundo hay maravillas que solo algunas miradas son capaces de captar y que, por tanto, debemos educar nuestra vista a percibir la esencia, no dejarla que se detenga en la superficie.

Tengo llave de su casa, desde que andaba a mitad de carrera, para que la cuidara en sus ausencias. Pero hasta hoy, más de cuarenta años después, no había recorrido completamente la casa, ni conocido sus tesoros.

Una casa que la muerte de Lucía ha convertido en mía.

Lucia no quiso abandonarme, la obligaron, junto a otras cuarenta y dos personas, cuando salían de visitar un museo en un país africano. «Ese museo —me había dicho muchas veces—no quiero morirme sin visitarlo». Y un coche bomba llevaba toda la vida esperando pacientemente a que mi hada madrina acabara de visitarlo para llevársela a un último viaje, del que no podrá traer recuerdos, ni apuntes en algún libro para que yo pueda leerlo junto al ventanal.

Un mes después de su muerte recibí una carta muy formal, en la que un estirado notario me pedía comparecer en su solemne y rancio despacho. Allí supe que era el heredero universal de Lucía, por un testamento que había firmado allá por cuando me entregó las llaves de su casa.

Soy el dueño de la casa de la bruja; ahora soy el propietario de todos los tesoros que me deslumbraron, pero a pesar de todo ello me siento triste porque algo de la magia, del atractivo que, apenas hace unos meses, tenían esos objetos ha desaparecido. Sin Lucía, la melancolía parece haber anidado entre ellos, haberlos cubierto con un velo de nostalgia. Ellos, sin la bruja que los cuidaba, como yo, no son completamente felices.

 

FIN

Alberto Giménez

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