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La casa de la bruja (II de III)

La mañana en que mi abuela murió, no me acordaba de la bruja para nada, pero cuando mi madre me dijo que íbamos a su casa los viejos miedos se despertaron de repente. Eran muy amigas y de la misma edad, según me decía cuando trataba de convencerme de que con ella estaría más tranquilo, mientras en nuestra casa se libraba aquel festival de hipocresía vestido de dolor.

Camino a casa de la bruja los miedos que se revivía en mi imaginación casi lograron inmovilizarme, hasta que al ver como mi madre abría la verja con solo apoyarse en el picaporte, mis temores empezaron a diluirse. Siempre la creímos cerrada con siete llaves Mamá me dijo que siempre había estado abierta y pensando la de veces que habíamos escalado la verja sin necesidad tuve un estremecimiento.

—No tengas miedo Daniel, que la abuela descansa… ya no sufre. Pero a casa vendrá mucha gente extraña, se pondrán pesados y a ti… a ti no te gusta que te pellizquen los mofletes. Estarás mejor en casa de Lucía. Cuando vayan a llevarse a la abuela vendré a buscarte para que le des el último beso.

Mi madre, que había percibido mi temblor, no supo acertar el motivo. La verdad es que ahora, desde la distancia, sé que no se le escapaba nada, solo que a veces no quería ver.

Mi adaptable temperamento y la curiosidad, casi patológica, que sentía por aquella casa, permitieron que mis trémulas piernas me trastabillaran hasta ella, sin dar pábulo a las locas ganas de correr en dirección contraria, que mis miedos dictaban.

La bruja nos esperaba a mitad de la parcela.

—Lucía te dejo a Daniel, es buen chico, se portará bien. Me vuelvo a casa. No sabes el trajín que nos queda con lo de mi madre…

«¿Cómo puede dar trabajo la abuela si está muerta?», pensé.

Al ver a la bruja tan cerca, no podía apartar mi mirada de ella y, a esa distancia, sus facciones no eran tan afiladas, ni su nariz tan ganchuda, ni, por mucho que las busqué, encontré las verrugas. Es más, creo que de joven, ya era muy mayor, tenía treinta y seis años, debió ser muy guapa. Se quedó mirándome, sonrió y dijo:

—Me parece que nos conocemos. ¿Verdad Daniel?

—Si señora, yo…

—Anda, vamos adentro que aquí hace algo de frio.

Atravesamos los huertos y tras la vega la casa salió a nuestro encuentro, una sola planta de lienzos con reciente blancura rematada por el barro de unas tejas que parecían recién colocadas; los vanos de puertas y ventanas recortados con un añil hipnótico daban el toque mediterráneo que siempre me ha atraído. Por su poca alzada, apenas podíamos verla desde la calle, solo parte del tejado y de lo que nos parecía una gran ventana, que resultó ser un magnifico mirador de cuyas grandes dimensiones no fui consciente hasta que estuve tras él. Los frutales plantados a su alrededor la defendían de la indiscreción exterior.

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No era lo tenebrosa y deslucida que habíamos imaginado, antes al contrario, resultaba una alegra y deslumbrante bienvenida tras atravesar las relucientes esmeraldas que, mecidas por la brisa, devolvían al sol de la mañana los tímidos destellos con que quería arrebatarles las perlas de rocío.

Al entrar en la casa su luminosidad me desconcertó, no la esperaba así; se iba al traste la lobreguez que tanto nos había costado imaginar, además su calidez y el olor a café rompían con la frialdad y pestilencia imaginadas. Inmediatamente sentí atracción por cuanto se ofrecía a mi mirada, no podía apartarla de cada uno de los rincones de aquel refugio de maravillas: paredes enladrilladas con cuadros, fotografías de lugares de ensueño, máscaras tribales, instrumentos musicales indígenas, armas primitivas y mapas antiguos. Sentía necesidad de ir al baño, pero con tantas cosas por mirar… se me olvidó tal exigencia, todo era tan fascinante, tan cercano a mis más íntimos sueños y tan alejado de la vulgar realidad de cada día…

Cada elemento que descubría lo miraba con ansia, como si me lo fueran a ocultar de un momento a otro. Eran objetos más atrayentes y más sugestivos que los que aparecían en las películas. Nunca hubiera pensado encontrarlos en una casa, es más, nunca pensé que a un adulto le gustara tener todo aquello.

En mi casa, aparte de las fotografías de los cuatro abuelos, la de la boda de mis padres y las de nuestras comuniones, solo había un tapiz grande de un ciervo que llevaba toda la vida muriéndose mordido por unos perros cada día más oscuros y deshilachados.

Lucía, dulce y atenta, me guiaba en aquella improvisada gira, respetando todas las paradas que mi contemplación exigía y resignada a que la atosigara con mis preguntas; me llevaba de sorpresa en sorpresa, a cuál de ellas mayor, me adentraba en un mundo maravilloso del que no podía, ni quería apartar la mirada ni un solo instante.

Desembocamos en una habitación rectangular, bañada por una luz serena, sin estridencias reflejada en un mobiliario dispuesto para la comodidad de sus ocupantes. De sus paredes no colgaban cuadros, como en otras estancias porque tres de sus cuatro paredes eran estanterías, desde el suelo hasta el techo, en cuyos anaqueles un universo de libros se disputaban mi atención, el otro lado del prisma era un amplió ventanal solo obstaculizado por un fino tul de hilo que, aunque tamizaba la luz, no impedía ver el exterior.

Los libros no estaban solos, compartían estantes con recuerdos de mil vivencias: asombrosos objetos cuyo examen me hechizaba, sin saber ante cuál de ellos detenerme. Lucía me explicó que era la nostalgia que quedaba tras los viajes. Tenían aspecto de no poder tocarse… y, por si acaso, me abstuve de hacerlo, me limité a desearlos.

—¿Lees Daniel?

—En el colegio nos piden que lo hagamos…

—Entiendo… relacionas la lectura con una obligación, con los deberes. Pues hay otra lectura, una que es muy divertida. Ven, por favor.

Me llevó ante una mesa redonda ubicada junto al ventanal; a una cómoda silla le añadió un mullido cojín y me invitó a sentarme. Cuando estuve acomodado, me entregó un libro grande, como un álbum de fotos. Dentro había muchas palabras escritas, pero también muchas fotos pegadas.

La primera foto era de una casa rara, luego supe que era de estilo georgiano y que años después trataría, sin resultado, de localizarla: la habrían derribado o la destruyó la segunda guerra mundial, según me explicaron en Londres.

—Empieza a leer esto. Si no te gusta me lo dices y buscaremos algo más ameno.

Comencé con lo que, preveía, sería una aburrida jornada, por fotos que hubiera.

«En el año 1872, la casa número 7 de, Burlington Gardens ­­donde murió Sheridan en 1814­ estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada…»

Como pie de la anterior fotografía constaba Saville­ Row, 7 y al fijarme pude ver en ella a una señora que posaba frente a la casa. Se parecía mucho a Lucía, pero era aún más vieja y luego sabría que estaba muerta.

(Continuará)

 

Alberto Giménez

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