Portada » JON BURROWS

Sentada en una mecedora, en el porche de una casa de campo de la Patagonia cada 16 de agosto, a media tarde, la anciana realiza el mismo ritual: toma una copa de champagne mientras escucha, Blue eyes crying in the rain, al tiempo que frunce el ceño y suelta su cabello canoso que lleva recogido en un moño. Por último, toma un café con tarta de banana y aspira el olor a banana, romero y café. Ahora es uno de los últimos vestigios de aquella época dorada; un cuerpo castigado y deformado de noventa años. Pero ese cuerpo una vez fue joven y estilizado. ¡Había sido una mujer de gran belleza y ganó una estatuilla interpretando el papel principal en la película: Chicas! Chicas! Chicas! Las lágrimas se escapan de sus ojos e inician una carrera hasta el cuello, simulan un mar que desemboca justo donde empieza el escote de su camisa. Enciende un cigarrillo rubio y vuelve a aspirar el humo, que le provoca una fuerte tos. Su anciano esposo, que la lleva observando un buen rato, se acerca a ella para decirle mientras le limpia las lágrimas con sus propias manos, arrugadas y con las típicas manchas de la edad: «¡Ya estás otra vez con tus recuerdos! No sufras amor mío». Ella no le escucha y se emociona con los recuerdos que de pronto cobran vida:

Era una mañana de agosto, concretamente un 16 de 1977, un día color ceniza. Stella se fue a desayunar a la cafetería del aeropuerto, pensaba regresar a Buenos Aires aquel mediodía.

En la sala de embarque miraba los titulares del televisor; todas las cadenas transmitían en directo justamente, la muerte de Elvis Presley a los 42 años en Memphis, Tennesse, por culpa de un ataque al corazón dijeron en un principio. Al parecer Ginger Alden, su última conquista, andaba por la mansión. «¡No te duermas en el baño!», le advirtió conociendo sus rutinas. Pero Ginger se desentendió haciendo un par de llamadas, hablando con su madre. Al poco, Elvis «estaba tirado en el suelo, con el pantalón pijama brillante en las rodillas y la cara hundida en un charco de vómito», su hija, la pequeña Lisa Marie lloraba sin parar. El parte fue categórico: “Elvis había sufrido una sobredosis”.   Una mezcla de perplejidad, sorpresa y sobresalto le impulsaron a saber más acerca del Rey del Rock, le falló el corazón sumergido en sospechas de drogas.

     Se le saltaban las lágrimas, siempre había sido una fiel admiradora de Elvis, le parecía uno de los hombres más guapos del mundo. Aunque ahora sus discos se vendían cada vez menos. Sin embargo, idolatraba esa voz de barítono intacta. Hacía una semana que lo había visto en el estremecedor video de Unchained Melody, un registro que se había tomado al parecer unos meses antes de fallecer, donde Elvis canta sentado al piano, con un micrófono sostenido por un maestro de ceremonias, rodeado de vasos de coca cola y mirando al interlocutor con una sonrisa preciosa, como diciendo «la estoy rompiendo».

Aun hoy, al cabo de los años, todo me parece surrealista, se dijo. Recuerdo cuando regresaba de mi viaje por Europa, yo era una hermosa joven que había finalizado los estudios de arte dramático y quería comerme el mundo. Aquel día el destino me tenía preparada una agradable sorpresa. Cuando subí al avión se sentó a mi lado un hombre que debía tener unos 42 años con el pelo a la altura de los hombros. Dijo llamarse Jon, lo más extraño, tenía un enorme parecido con Elvis, algo más bajo y hablaba bastante bien español. Sus mismos ojos azules, su boca sensual, su sonrisa… «Busco un lugar tranquilo para vivir que no esté en Buenos Aires. He venido dispuesto a buscar una nueva vida». ­­—me comentó al tiempo que estiraba la cola hacia atrás y la recogía con un coletero­—. Rápidamente me acordé de la casa de mi abuela en Almafuerte, estaba vacía y ubicada en una zona discreta; acordamos que se la enseñaría, aunque primero hablaría con mis padres. Finalmente optaron por alquilársela. Dijo que era cantante y que una vez al mes actuaba en el Alvear Palace de Buenos Aires.

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La curiosidad pudo más que yo, tuve una corazonada y un sábado por la noche me planté en el Alver Palace sin avisar dispuesta a tomar una copa. Elegí una mesa poco visible, pedí un vermut con aceitunas. Al poco, Jon salió al escenario con peluca y patillas postizas. Se había transformado, era increíble el parecido que tenía con el Rey del Rock. Iba vestido con un nicki blanco con mangas, y pantalón de traje alto ancho, acompañado de chaqueta larga, corbata de cordón y peinado banana o tupé. En mitad de la actuación se cambió de ropa y se vistió con un mono imitación de Aqua Blue Vine de Elvis. Comenzó con la canción My Happiness, me emocioné ya que había leído en un periódico que era la primera canción que Elvis grabó y dejó olvidada en casa de un amigo; después continuó con: Hell have to go‘, el maravilloso tema de Jim Reeves, para continuar después con otros temas míticos: Mistery Train, Don¨t, Suspición y hasta que finalmente se despidió con My way. Sin lugar a dudas, fue una noche Elvis. Por no hablar de la Fender Stratocasters que le acompañó en la actuación. Aunque no había mucha gente, sin lugar a dudas, el público diverso aplaudía sin cesar durante la actuación y al finalizar tuvo que salir al escenario un par de veces y volvió a tocar otros dos temas: Burning Love e If I Can Dream.

Cuando terminó la actuación vino a buscarme y me invitó a cenar. Yo estaba emocionada. Apareció con un nuevo look —con la cola recogida me parecía aún más atractivo, ahora iba vestido como un cowboy­­— Aquella noche terminamos tomando un bocadillo de Fool’s Gold Loaf y varias cervezas. De postre pastel de bananas, era su postre preferido, siempre tomaba el mismo. Hablaba y hablaba sin parar. Me contó un montón de anécdotas relacionadas con su vida. A los 10 años había participado en un concurso de canto tras haber impresionado a su maestra con una interpretación de la canción de estilo country Old Shep. Me habló de la influencia de su música procedente de la música góspel, con sólo dos años se escapó del regazo de su madre cuando estaban en la iglesia y se subió a la plataforma e intento cantar con el coro. En sus ratos libres solía componer canciones que incluía en el repertorio de las actuaciones.

Lo estábamos pasando muy bien, hasta que un hombre se nos acercó a la mesa y dijo a Jon: «Estoy harto de gente como tú vistiéndose como Elvis Presley. Sólo hay un Rey». Jon descolocado y confundido, respondió: «Mi nombre es Jon». Y el hombre enfurecido, replicó: «Te he dicho que tú no eres Elvis Presley. Elvis no comería en McDonald’s». Estábamos abrumado por lo surrealista de la situación, y repitió: «Soy Jon». Cuando vio que no lograba convencer al individuo, se dirigió a mí y me dijo: «¿puedes decirle a este hombre quién soy?». Y miré fijamente a Jon y repliqué: «Corta el rollo ya, Elvis». Menos mal que el fan se marchó al ser reclamado por un grupo de amigos. Le vi con ganas de bronca.

Terminamos en la cama en casa de mi abuela, esa noche y otras muchas. Con el perdí la virginidad. Resultó ser un amante excepcional, aunque algunas noches se quedaba directamente dormido por la cantidad de alcohol que había tomado. Tuve que inventar una buena excusa para que mis padres no pusiesen el grito en el cielo, les dije que dormía en el apartamento con una amiga americana que había venido a Buenos Aires a hacer unos cursos de teatro. Por aquella época, me habían contratado para una obra de teatro, le confesé mi miedo a salir al escenario y él me dijo: «Nunca te doblegues al primer fracaso, ni al primer comentario que te hagan… porque más que te derrumben un sueño, te los derrumbas tú mismo».  «Me fascinaba mirar cómo se peinaba», cuando salía al escenario el tupé era una señal de identidad, se ponía 3 tipos de aceite.  En la parte delantera, una cera muy fuerte para el tupé, un tipo de aceite para la parte de arriba y vaselina atrás. Decía que era la única forma de que el pelo cayera perfecto mientras actuaba.

Así estuvimos durante seis meses, al cabo de los cuales, Jon me comunicó su intención de marcharse a otra parte del mundo a vivir, ya llevaba demasiado tiempo en Argentina. No pude reprocharle nada, a pesar de tomar precauciones ya me había enamorado como una colegiala. Desde el primer día me comentó que en sus planes no entraba comprometerse con ninguna mujer, estaba divorciado y tenía una hija. Nunca he podido olvidarle, pocos hombres podían igualarle. Finalmente me consolaba pensando que era muy afortunada, yo había conocido el amor y lo había vivido con intensidad.

Tiene gracia que fuera en el “Bosque de la despedida” donde nos vimos por última vez y que, en aquellas tardes de paseos, besos furtivos y silencios eternos…intuí que sus ojos me anunciaban su partida. Fue un día como otro cualquiera, en el que me dio por olvidar la tarjeta de transporte en la mesita de noche y ese minuto, ese maldito minuto, ese tener que coger el siguiente tren. A menudo vuelvo allí, a la estación el Retiro donde su última mirada, tonta de mí, me cogió por sorpresa, justo cuando sus últimas palabras me asestaron un latigazo de recuerdo nebuloso, que aún hoy perdura a pesar del paso de los años.

Por esos años, Jon parecía oportuno. Adaptado a la moda, diferente. Mas allá del bien y del mal. Como Nietzsche. Como Stella. Como la Navidad. Le dio pena ver el traje rojo planchado y las botas lustrosas. Su marido, jadeante, arrastrando por el pasillo con un saco de regalos inútiles y pasados de moda, hasta cargarlo, entre resoplidos, en el trineo. Le puso la bufanda que acababa de tejer y le limpió el moquillo. Estaba hecho un viejo cegato. Cuando los renos alcanzaron su velocidad de crucero, Mamá Noel murmuró: “El pobre está acabado, voy a tener que hacerme cargo del negocio…”.

Ana Mª López Expósito

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