Este relato ha sido seleccionado en el II concurso de relatos Vellosillo «Repoblados» para ser publicado en su antología

Eusebio acababa de enviudar. En aquella ciudad la soledad y el hastío le acosaban allá a donde fuera.

Desde que acabó la mili y dejó el pueblo para trabajar en la ciudad no había hecho otra cosa y la exigua vida social que hizo con otros matrimonios de su edad, fue siempre acompañado por su mujer y no le había granjeado nuevas amistades. Y ahora viudo y solo, no se sentía con ánimo para frecuentar a aquella gente que seguía toa emparejá.

Aprisionado por los millones de almas que vivían en la ciudad, no encontraba con quien entablar una conversación que le interesara, la gente de su edad o se dedicaba a ejercer de abuelos o a las aficiones que sus hijos les buscaron para quedarse tranquilos cuando ellos se jubilaran. Él no tenía aficiones y los nietos… como si no los tuviera.

De pronto le vino a la cabeza el rostro de su compadre Sebastián, ese tenía vista el gachó y cuando se jubiló se había vuelto a Lumbrarejos de la Victoria, el pueblo que los vio crecer.

El pueblo se había quedado completamente vacío; y como al pobre Sebas le había quedado una pensión muy ajustada, había apalabrado que se encargaría de vigilar las propiedades de todos aquellos que un día vieron en la televisión lo bien que se vivía en la ciudad y se echaron a la carretera, pero seguían conservando su casa en el pueblo.

No se lo pensó dos veces: Sebastián era la persona que conseguiría que la soledad no le hiciera aborrecer la jubilación. Se fue a hablar con el Agustín que era una especie de alcalde del pueblo en el exilio, y que en nombre de él y sus paisanos, los que tenían propiedades en el pueblo, se encargaba de recaudar entre ellos, una pequeña cuotas para subvencionar  a quien echara un vistazo a lo que dejaron allá, trabajo que había recaído en el Sebas.

Eusebio se ofreció a Agustín para ayudar al Sebastián, pero aquel le paró inmediatamente los pies:

—Lo siento Eusebio, pero eso no va a poder ser, con el actual presupuesto no me es posible subvencionar a otra persona para ese cometido.

—Por eso no te preocupes Agustín, lo haré sin pedir nada a cambio, tengo allí una buena casa y con la pensión que me ha quedao ando más que sobrao.

—Si quieres hacerlo así… allá tu… tus paisanos y yo te estaremos muy agradecidos, pero no conviene que lo airees mucho, no vayan a quitarle la subvención al pobre Sebastián. Lo que hare es dejar de cobrarte la cuota, como serás tú mismo quien se preocupe de tu casa…

Los cuartos que le daban al custodio servían para bien poco: con ellos podía atender los gastos ordinarios de la casa: la luz, el agua y el consumo del flamante móvil que le dio el Agustín cuando se hizo cargo del cometido, con él debía avisar de si algo se rompía al Agustín y este, dependiendo de si el siniestro afectaba a bienes colectivos o solo de algún particular, convocaba una reunión o se lo comunicaba al perjudicado.

Sebastián había sido el primer encargado de custodiar el mantenimiento del pueblo para evitar que, al llegar agosto, los que volvían a pasar las vacaciones se encontraran, como otros años, la casa destrozada e imposibilitada para habitarla. No entraba en sus funciones reparar, ni mandar que lo hicieran, se limitaba a ser el veedor que controlaba el estado y avisaba a Agustín de los percances para que su propietario pudiera disfrutarla. A cambio completaba la sucinta pensión que le había quedado.

En un par de semanas, Eusebio avió todo lo que quería llevarse al pueblo, lo demás  lo regaló o lo tiró. El transporte lo apalabró con el Benito, otro emigrado del Lumbrarejos, que tenía un camioncillo y vivía de los portes que hacía.

Entre los dos cargaron los bártulos y se metieron en carretera, y aunque la conversación con el Benito no le resultaba muy atractiva, no dejaron de hablar durante todo el viaje.

—Cuando dejé el piso que tenía arrendao en la ciudad le di a mi casero  una alegría que no te puedes imaginar, el hombre pensaba que no lo recuperaría hasta después de mi muerte —comentó Eusebio. 

—Pues ahí, en ande estabas, seguro que ya lo ha alquilao por el doble de lo que le pagabas.

—Y por cuatro veces más también, yo pagaba una miseria, lo alquile cuando me case con la Engracia y ya va para cincuenta años. Si no fuera por lo que me aburro en la ciudad me hubiera quedao en él, me salía casi tan barato como vivir en mi casa del pueblo.

Se sentía satisfecho de volver al pueblo, pero no solo por su próximo encuentro con el Sebas, también porque se había liberado de todas aquellas apariencias que acarreaba vivir en una ciudad, inmerso en una comunidad de vecinos remirados, de los que apenas si conocía a alguno y con los que, en el mejor de los casos, apenas intercambiaba algún apresurado saludo; ya no tendría que mirar media docena de veces las calles arriba y abajo antes de cruzarlas.

Nada más arrancar la camioneta sintió una agradable sensación de alivio y bienestar, se encontraba mejor que lo que lo había estado desde hacía mucho tiempo y no pudo ocultárselo a Benito:

—La sola esperanza de pasar los últimos años de mi vida en el pueblo y poder estar con alguien conocido me ilusiona. Desde la muerte de mi mujer, apenas encuentro con quien hablar y cuando los pillo, como es tu caso, es por poco tiempo porque el trabajo os absorbe. Allí en el pueblo, estando los dos solos, mano sobre mano, tendremos todo el tiempo del mundo para platicar sin que nadie, ni ningún trabajo nos interrumpa, podré compartir mi tiempo con el Sebastián, que ese me comprende  como yo lo comprendo a él. Yo no sé vivir solo. Cuando éramos jóvenes, siempre andábamos juntos y compartíamos ilusiones, afanes y hasta alguna novieta. Retomaremos la vida donde la dejamos, y en el mejor lugar que se podría encontrar: donde pasamos nuestra infancia y juventud.

—¿No lo iréis a retomar por lo de la novieta? —ironizó Benito.

—Yo no sé cómo andará él, pero yo ya no estoy para muchos trotes de esos y además en un pueblo vacío y sin que ninguno de los dos tenga coche, no creo que nos dé por ahí. Nos conocemos desde que fuimos capaces de reconocer a otra persona y nunca, y mira que ha llovio, hemos discutido, ni por un juguete cuando éramos chicos, ni cuando, ya pollitos, salíamos de juega, por mucho que hubiéramos mamao; ninguna chica nos hizo torcerle el gesto al otro, ni siquiera discutimos por el fútbol. Nadie puede contar algo que nos haya hecho reñir.

—Más os vale, porque estando solos en el pueblo, si os lleváis mal, solos y sin un alma en treinta kilómetros a la redonda, las pasareis canutas. Aunque, bien pensao, siempre puedes hacer la maleta, volverte a la ciudad pa quedarte en casa de alguno de tus hijos, que seguro que no te hacen ascos.

—¡Quita, quita! Antes prefiero busca fonda en el infierno, Que dios me dio un hijo y una hija que son unos ángeles, pero que se fueron a casar con dos demonios.

—Pues entonces más te vale que os llevéis bien…

—¿Y cómo quieres que nos llevemos, si no existe nada bajo el manto del cielo que nos haga discutir.

El reencuentro fue memorable, a Eusebio y Sebastián les faltó tiempo para verbalizar sus recuerdos, no había silencio que inmediatamente no rellenaran con su cháchara. Y como habían pasado tantos años separados y las evocaciones eran tan extensas tendrían para largo. No tuvieron que esforzarse demasiado para organizar su vida con un pueblo para ellos solos. Por las mañanas acudían juntos a la vega donde Sebastián cultivaba un huertecillo y Eusebio decidió imitarle en un terreno aledaño que, aun sin estar muy seguro, se le antojaba que era de su suegro. Fuera como fuera nadie protestaría si se equivocaba.

La proximidad de los huertos les permitía seguir con la parrafada mientras bregaban con la azada. Comían juntos alternando, a su antojo, los domicilios; los días que la furgoneta que les surtía de alimentos y buen vino paraba en el pueblo la esperaban con una carretilla en el cruce de la carretera y la compra la hacían como si vivieran juntos. Por las tardes se reunían en el local de lo que fue uno de los bares del pueblo, cuando aún había a quien emborrachar, se llevaban de casa una botella de vino y allí se quedaban hasta que se terminaba. Sebastián en una de sus rondas había encontrado el lugar donde ocultaban varias barajas y unos juegos de dominó, y no dejaban pasar tarde sin la partidita, que decidía quien tendría que pagar la botella de vino; siempre ganaba Sebastián, sin que eso moviera a rencor.  Tenían la antigua biblioteca, pero ninguno de los dos era de mucho leer… más bien de nada. Tras la cena, cuando la penumbra empezaba a agarrarse al terreno, se retiraban cada cual a su olivo tras haberse repetido hasta la saciedad que se verían al día siguiente… como si existiera otra posibilidad.

Aún les quedaba mucho por contarse, casi la mayor parte de sus andanzas por aquellos mundos de Dios cuando, por uno de esos caprichos del calendario político, se convocaron elecciones y a Eusebio no se le ocurrió otra cosa que pegar en el exterior de su casa un cartel con la foto del líder del partido por el que tragaba los vientos.

Aquel día cuando Sebastián iba a recogerlo vio la fotografía y…

Han pasado cinco años, el censo de Lumbrarejos de la Victoria sigue registrando dos únicos habitantes, pero ya nadie rellena sus silencios.

Alberto Giménez Prieto

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