IN MEMORIAM Victoria Aparicio Arrebola
IN MEMORIAM Victoria Aparicio Arrebola
LA MUERTE: Breve reflexión teológica
¿Si la muerte es la muerte,/ qué será de los poetas / y de las cosas dormidas / que ya nadie las recuerda? (Federico García Lorca). “Donde está el cuerpo, está el peligro”, dice la voz popular,¡qué verdad más verdadera!. Nadie conoce su último destino. La Escatología sólo se atreve a conjeturar – con fundamento “in re”- sobre los “Novísimos” del ser humano, pero la muerte la llevamos en nuestra misma naturaleza: ley divina. Cuando el sol iba en el cenit de su carrera, tú, querida e inolvidable sobrina, encontraste la muerte “tan callando”. Nadie, absolutamente nadie, lo esperaba ese terrible y desagradable fin: año quincuagésimo quinto de tu existencia terrenal. A la luz de la razón natural, resulta muy difícil comprenderlo y aceptarlo. Los que, por suerte, tenemos arraigada la fe, sólo nos queda el consuelo de aceptarla por “permisión divina”. No hay otro camino. El filósofo alemán Martín Heidegger nos dejó dicho que “el hombre es un ser para la muerte”. Los cristianos nos refugiamos – y nos consolamos – en las palabras de san Agustín: “Hemos nacido para cosas mayores” (Ad maiora nati sumus).
La muerte es hasta tal punto ambivalente, que el ser humano nunca puede afirmar con claridad existencial si la plenitud de la vida alcanzada en la muerte es la vaciedad y la nada del mismo hasta ahora sólo encubierta, o si la vaciedad que aparece en la muerte sólo es el signo de una verdadera plenitud, la liberación de la esencia pura de la persona. En virtud de esta oscuridad, la muerte puede ser castigo y expresión del pecado, pecado mortal en el más propio de los sentidos. La muerte es un acontecimiento que afecta al hombre entero (=ser humano), y es un proceso a la vez personal y natural.
La tradición cristiana nos da una descripción provisional de la muerte con la expresión estereotipada: “separación de cuerpo y alma”. Con estas palabras se indica que el principio de la vida en el hombre , el “·alma”, adquiere en la muerte una relación distinta con respecto a lo que solemos llamar “cuerpo”. Pero la verdad es que no se dice mucho más, cfr. “Diccionario Teológico”, pág. 461 (Herder,1966).
Al hacerse Cristo hombre y tomar la “carne” de pecado (Rom 8,3), se ha adentrado en la existencia humana en cuanto que ésta llega a la plenitud propia a través del paso por la muerte. Con ello Cristo ha tomado sobre sí la muerte en cuanto que en el orden concreto ésta no es sino la expresión y forma visible de la creación caída en los ángeles y en los hombres.
Por la muerte de Cristo, su realidad espiritual, la que poseyó desde un principio y la que formó en la vida que había de consumar su muerte, se abre al mundo total, queda implantada en la totalidad del universo y se convierte en determinación permanente de carácter ontológico-real para este mundo, en su fundamento mismo. La Teología nos enseña que el mundo, en cuanto totalidad y en cuanto ámbito de la actuación personal del hombre, se ha convertido en algo diverso a lo que hubiera sido si Cristo no hubiera muerto. Con la muerte de Cristo se abren, para este obrar personal de los demás hombres, posibilidades de naturaleza ontológica-real que no se hubieran dado sin la muerte del Señor; muerte en virtud de la cual su realidad humana y la gracia se convirtieron en una determinación del universo entero. Este ser que llamamos Jesucristo – nuestro Hermano mayor – pertenece, pues, en su vida y en su muerte a lo más íntimo de la realidad del mundo. Cristo, Victoria,¡sobrina de mis entrañas!, se derramó sobre el mundo entero en el momento en que se rompió el vaso de su cuerpo, y se convirtió realmente aun en su humanidad, en lo que siempre había sido según su dignidad: corazón del mundo, el íntimo centro de toda la realidad creada. Ese mismo Cristo te acogerá en su seno, allá donde quieras que ahora te encuentres. El dolor de todos “los tuyos” es inenarrable, pero vivimos con el dulce consuelo y esperanza de volver a vernos, gozando del cielo que Dios prometió a todos los que hacen el bien con los demás, como lo hiciste tú con tus ancianos. Porque la muerte no fue hecha por Dios; por el pecado entró en el mundo, tal como leemos en el Génesis 2, 17.
El conocimiento ( aunque generalmente implícito) de la inevitabilidad (pero no del dónde ni del cuándo) de la muerte determina intrínsecamente toda la vida. En este saber, la muerte se asienta en la vida del hombre, está permanente “allí” – dondequiera que vayamos -, y sólo así adquiere la vida el peso plenario de la absolutez de sus actuaciones, de la irrepetibilidad de sus oportunidades y la inapelabilidad de sus decisiones.La MUERTE….: ¡sic transit gloria mundi!, han dicho los más sabios poetas de la humanidad. Y, según san Pablo, “está establecido que sólo se muere una vez”. Pero san Agustín nos consuela: “Nos hiciste, Señor, para Tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Tí”. ¡ASI SEA, Victoria Aparicio Arrebola!.
Desde este valle de lágrimas, y esperando verte, un fuerte abrazo de tu “Tío” Alfredo Arrebola Sánchez.