Aquel día del 2 de enero de 1492, amaneció sobre la Alhambra despejado. La noche había sido especialmente clara por lo que, al amanecer, el agua estaba cristalizada sobre los arbustos. El frío era intensísimo y pocas gentes se decidían a salir de sus casas. Un silencio especialmente acentuado se extendía por toda la vieja ciudad del Albaicín. El recinto de la Alhambra nadie había podido, esa noche del día 1 de enero, conciliar el sueño y, por los pasillos, solamente se oía el llanto desgarrado de la mayoría de sus habitantes. Sabían que, al día siguiente, su amado sultán debería entregar las simbólicas llaves de Granada a los Reyes Católicos, para después abandonar el paraíso en la tierra, camino del exilio a la Alpujarra. Boabdil sabía que ya nunca más volvería a aquel recinto amurallado, que sus antepasados habían ido construyendo con amor hasta convertirlo en uno de los palacios más bellos de todo el islam. No superado nunca jamás por ninguna otra edificación allende el Mediterráneo. Boabdil había pasado toda la noche rezando con los ojos inundados de lágrimas, solamente de cuando en cuando se oía la voz de su madre, llamándolo cobarde. Ante aquellas acusaciones, Boabdil se encogía más en sí mismo, pareciendo más bajo de lo que realmente era. ¡Pobre Boabdil!, nadie sabría jamás que todo lo hacía para salvar a su pueblo del hambre y la presión ejercida desde el exterior por los Reyes Católicos. La única persona que permanecía a su lado era su bella y joven esposa Morayma, que le decía palabras de consuelo, en aquella espera aciaga hasta el día siguiente en que tendrían lugar las capitulaciones.

            -No debes sufrir, esposo mío, Alá, el todopoderoso, así lo ha querido. Hacéis lo mejor para vuestro pueblo, aunque muchos no lo podrán comprender. Debéis ser fuerte, que vuestros hijos no os vean llorar.

            Boabdil permanecía en silencio, mientras el rosario giraba en su mano y unas lágrimas corrían por sus mejillas. El tiempo corría muy aprisa. Ya se veía como poco a poco se iba imponiendo la claridad del día e iba iluminando los largos pasillos desiertos de la Alhambra. Todo estaba en silencio. El general Said permaneció toda la noche al lado del monarca, que pronto dejaría de serlo, pero no por ello dejaría nunca de ser su amigo. Estaría con él hasta que este, acompañado de su familia y las personas que quisieran seguirlo, partiera al exilio. Después él marcharía hacia la alquería de al-Itrabí, donde ya estaban su esposa Sara y sus dos hijos.

            -Said- llamó el monarca-, qué triste día, nunca debería haber nacido para que mis ojos no hubieran podido ver este día. Dentro de poco tiempo tendré que recibir a los reyes cristianos y hacerle entrega de este mi reino. Mal haya el día en que nací.

            -Pensad, mi rey, que todo lo que sucede es por designio de Alá.

            -Todos me llamarán cobarde -como lo hace mi madre-, sin pensar por un momento que yo me sacrifico para que mi pueblo no sufra más. ¿Cómo me tratará la historia, Said?

            -La historia será generosa con vuestra majestad. Porque entenderán que lo que hoy ha de pasar es por el amor a vuestro pueblo y por la conversación de este recinto.

            – ¿Crees tú, Said, que los reyes cristianos respetarán la ciudadela?

            -Pienso que sí. La reina Isabel es muy sensible y respetará los edificios y jardines.

            -Alá te oiga, empecemos a prepararnos para el momento más doloroso de mi vida. ¿Han trasladados los restos de mis antepasados?

            -Sí, majestad, ya están enterrados en Mondujar. Vuestra esposa y los dos príncipes han salido de Granada. Los acompañan súbditos leales y todo el servicio que ha querido marchar con vuestra esposa. Estarán esperando en un punto del camino, en una loma desde donde divisarán Granada por última vez.

            -¿Tú que harás, Said?

            -Os acompañaré hasta el desvío del camino de Lanjarón, allí nos despediremos y tomaré el camino que conduce hasta la costa y, antes de llegar a ella, me desviaré a la derecha y cogeré el camino que me llevará hasta al-Itrabí. Camino que vuestra majestad ya conoce, donde me esperan mi esposa e hijos.

            -¿Volveremos a vernos de nuevo, tú, que has sido mi amigo y hermano?

            -Por supuesto que sí, mi señor. Siempre que pueda iré a visitaros.

-¿Qué deberé hacer ahora que tú no estarás a mi lado para aconsejarme?

            -Vuestra majestad no se queda solo. Os acompañan fieles servidores y algunas de las más poderosas familias de Granada. Además, quién sabe si en el futuro Alá, el todopoderoso, lo quiere y volvéis de nuevo a Granada.

            -Tú, mi fiel amigo y consejero, sabes que eso será ya imposible, lo que los reyes cristianos arrebatan nunca suelen devolverlo y, en esta ocasión, menos. Ya que, para ellos, significa el triunfo, ante los reinos cristianos, de haber expulsado de península el último reducto en poder de los andalusíes.

            -Mi señor, debéis prepararos para la ceremonia, debéis ir vestidos con vuestra ropa más lujosa y deberéis en todo momento estar altivo, que los reyes Isabel y Fernando no vean en vuestra majestad tristeza, sino orgullo de rey. Una vez que entreguéis la llave de Granada al rey Fernando y pronunciadas las palabras de rigor, abandonaréis Granada.

            -¿Estarás a mi lado en ese momento?

            -Por supuesto, mi señor. Estaré allí, espero que mi cara no delate el odio que siento por esos reyes. Pues nunca sabrán apreciar lo que les entregamos ni valorarán lo que obtienen.

            El día 2 de enero de 1492, sobre las doce, los Reyes Católicos, montados en briosos corceles bellamente enjaezados y habiendo partido del campamento ubicado en lo que hoy es la ciudad de Santa Fe, llegaron a la Alhambra, seguido de todos sus capitanes, gentilhombres y una buena parte del clero, y no podía faltar su confesor particular. Allí montado sobre un caballo negro se encontraba Boabdil. Tras este, su fiel amigo y consejero, el general Said. Una vez los Reyes Católicos frente a Boabdil, este inclinó la cabeza y entregó la llave de Granada al rey Fernando, a su vez, entregó a su esposa, la reina de Castilla.

            -Tomas, señora -le dijo su esposo Fernando-, la llave de Granada, vuestro sueño de tener a toda la península bajo vuestro mando ha sido realizado.

            -Gracias, Fernando, hoy es un día grande para la cristiandad. Entremos dentro de la ciudadela, quiero comprobar que es verdad cuanto me han contado de sus maravillas.

            -Esperad, Isabel, a que se haya marchado Boabdil.

            Boabdil hizo girar su caballo y tomó el camino hacia la ciudad camino del exilio. Said se puso a su lado y, alargando su mano, cogió la de su amigo y rey para darle ánimo. Salieron de Granada por la puerta del humilladero, sin volver la vista atrás, hasta llegar al lugar que hoy se conoce como el Suspiro del Moro, allí lo esperaban su esposa Morayma, sus dos hijos, su madre Aixa Fátima y todos los que quisieron acompañarlo al exilio. Aún había sol suficiente, por lo que Boabdil, desde aquel montículo, se volvió para contemplar por última vez las doradas murallas de su querida Alhambra, de sus ojos empezaron a brotar las lágrimas sin poder contenerse. Su madre con voz rechinante le espetó: “Llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre”. Boabdil nada dijo, puso su caballo en marcha, en busca de su destino.

Marcelino Arellano Alabarces

Palma de Mallorca

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