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¿HAS PERDIDO ALGO? ¡NO! PERO TENGO QUE ENCONTRARLO

Los operarios de mantenimiento trabajaban en esa habitación de la bóveda, que desde siempre había sido utilizada como almacén en el Parador de La Muralla. El azar quiso que un golpe de pico en el punto exacto de una pared abriera la puerta a una soberbia e impresionante obra arquitectónica, que durante siglos había soñado con volver a la vida: una puerta califal del S.X. construida bajo el dominio de Ah – derraman III de la dinastía Omeya , esperaba paciente junto a una amalgama de vetustas piedras romanas, portuguesas y españolas, que custodiaban a unos restos humanos del S. XVII – XVIII. Perdidos en la noche de los tiempos…

El frente estaba abierto. Era un yacimiento pequeño, estrecho y oscuro, en donde una tronera centenaria, muy centenaria, dejaba pasar con racanería el aire y la luz. En el recinto, a penas podíamos trabajar las siete personas que allí nos encontrábamos. Un viejo foco puesto de cualquier manera, hacía lo que podía para iluminar el lugar mientras el cable que alimentaba al viejo cachivache reptaba por el suelo, como una serpiente, hasta llegar más allá de la puerta que nos devolvía al mundo exterior…

Sondeo A…. sondeo B….

Pepe, el arqueólogo, un incipiente cuarentón moreno y de mirada soñadora hablaba con Fernando su colega, que con su sempiterna pipa entre los dientes hablaba con los decibelios bajo mínimos.

—- Los sillares a soga y tizón, — comenta bajando de un salto al sondeo B.

¡Eder! — le escucho llamarme, a la vez que levanto la cabeza del inventario, para ver como irremisiblemente me llega otro capazo lleno de material.

—- ¡De que sondeo viene estooo! — pregunto desesperada porque lo que me han encomendado se me esta yendo de las manos. —– terra sigillata… vajilla africana de cocina… ataifor… candil de piquera…

Las gotas de sudor me caen por la cara, la espalda y el cuello y no se si es por el calor, o por el agobio que siento. Nordik, un joven musulmán de

pequeña estatura empuja la carretilla rebosada de tierra, hasta la improvisada montaña de escombros que se ha formado con la excavación, mientras discute con un cristiano llamado Carlos, sobre problemas existenciales, razas, culturas, gobiernos y de más fruslerías que tan de moda están en la actualidad.

— Toma, que ahora viene otro.

Me dice Jorge, un obrero con cresta en la cabeza y mogollón de pendientes en las orejas. El material que llena el capazo de caucho, se balancea peligrosamente al chocar este contra la improvisada mesa hecha con un par de caballetes bailones y un tablón con mil batallas de andamios a su espalda. Una nube de un polvillo fino se adueña de mi pequeño feudo impregnándolo todo: hojas de inventario, rotuladores, acetatos…. Hasta el Klines que sirve de paraguas a mi Cocalahit, se satura. Las gafas, la ropa, el pelo, todo está envuelto en una fina película de tierra. Un clavo de hierro con el cardenillo a flor de pátina, cae al suelo y yo me agacho con la misma rapidez que lo haría mi nieta Andrea, con tal de no perderle la pista, a la par que cierro mis dedos cual garra de tucán, alrededor del maldito clavo saltarín apretándolo con fuerza contra la palma de mi mano. Al mismo tiempo echo un vistazo al grupo de bolsas de plástico que tengo debajo de mi maltrecha mesa. Son los restos de seis infantes muy pequeños, algunos apenas de unos pocos meses de edad, que dormían el sueño eterno al lado de los huesos de sus madres… Trozos de cráneos, tan finos casi como la cáscara de un huevo; pequeños fémures, vértebras, huesos de las extremidades superiores…Todo arrancado de ese mundo de silencio, en aras del saber. Me incorporo haciendo caso omiso a los míos protestones que soportan mi patito de goma, y agarrando la hoja de inventario la jaleo a lo Lola Flores, con la vana esperanza de que el papel vuelva a ser blanco, mientras me viene a la cabeza los anuncios de productos de limpieza que parecen todos ellos, dedicados a los cerebros planos del mundo mundial. Suspiro, y aspiro una buena bocanada de aire viciado, que asaltan mis pulmones, a la vez que agarro la Coca y me siento en una silla del año de Maricastaña, a la que prácticamente le falta una pata y bastante de anea, y entre sorbo y sorbo de refresco con polvo en suspensión, medito en como ha llegado hasta allí el maldito mueble que, entre otras cosas, me está moliendo las posaderas.

Un flash de luz vuelve mi cerebro a la realidad, es Fernando el arqueólogo de la pipa, el de la piel morena, y barba espesa y negra; el de la mirada oscura y profunda como una noche sin luna; el que habla el árabe como los mismísimos beduinos del desierto: ya sabéis, el de los decibelios bajo mínimos. La persona a la que más de una vez le han besado la mano los seguidores de Mahoma, creyendo que era un hombre santo…

—- ¡Mirad, mirad como curra la Eder!

El puñetero no para de machacarme con la cámara. Si en ese momento apareciera en escena alguien que no conociera realmente su carácter, pensaría que la caja de Pandora había tomado forma de señor con pipa: solo le he visto reír una vez, a carcajada limpia, y fue precisamente en ese yacimiento, con una ocurrente broma que me gastó, en relación a mis despistes…

—– ¡Y luego querrás que te pague la extra de Navidad! Esta la cuelgo en Internet ¡Que si la cuelgo! ¡En la revista de arqueología de… !

No digo nombre, no vaya a ser que lo esté diciendo en serio. Y se acerca, y me enseña la foto en la pantalla de la camarita, y allí estoy yo repanchingada, con la Coca en una mano y en la otra el inventario abanicándome a falta de un lacayo que los haga por mi. Al fondo mi magnifica mesa de trabajo llena de elementos variopintos, como, vapuleada caja de herramientas con bolis, gomas, un pie de rey, dos lupas, chinchetas a gogó, pegamento, cinta métrica, botes vacíos de rollos de película, con pequeñas muestras de tierra,

las medallitas y cadenas que los bebes llevaban al cuello y un montón de cosas más, junto a una escurridiza montaña de bolsas de plástico de diferentes tamaños, me recordaban la magnitud del inventario que me había tocado en suerte. Mientras le hago un gesto poco ortodoxo con la mano a Fernando, Fran que había subido no se como, de las profundidades del sondeo B, atraviesa el tablón que enlaza un sondeo con otro, asaltando mi territorio, buscando su mochila, porque ¡como no! Todos han dejado las mochilas, y el avituallamiento en mi rincón. Saca del mochilón un pedazo de bocata arropado en papel de aluminio, y un paquete de Donetes.

—¿Quieres Eder? Es de todo…

—Nooo, — digo, al tiempo que lanzo el chicle a la montaña de escombros.— No hijo, no. Come, come, para que te pongas grande…

Vuelvo la vista hacia donde la luz del flash de la digital del bueno de Fernando, ilumina. Ahora le toca el turno a mi compañero Carmelo, que le está dando a la pala con el mismo ahínco que un perro buscando un hueso olvidado en sabe Dios que agujero. Y foto por aquí, y foto por allá… Nos suelta con guasa lo de la extra de Navidad, y nos reímos porque Carmelo, Fran y yo somos los sufridos voluntarios, que hacemos más horas que un tonto sin cobrar un duro, por algo tan sencillo como que no hay un fondo en la Concejalía de Cultura, asignado ni para los que hacemos trabajos de campo, ni de laboratorio.

—Esta se tendrá que quedar así, por el momento…

Pepe en cuclillas, entorna los ojos verde aceituna tras las gafas a lo Ricardito Bofill. El polvo fijado en el pelo de un negro azabache, hace que parezca mayor de lo que es. Los que nos encontramos cerca volvemos la vista hacía donde señala su catalana: en una unidad estratigráfica determinada, asomaba entre la tierra, parte de una columna vertebral y las dos cabezas de los fémures…

—A ver si nos da tiempo a sacarla del todo… Vamos contra reloj¿Cuántos individuos llevamos?

—Cinco y…. —- me quedo mirando a los restos de los restos, — once y medio: tres hombres, dos mujeres y seis niños.

-– ¡Tres hombres dice! ¡Tres peasos de individuos! – Grita Carmelo desde lo más profundo del sondeo B. Desde donde estoy solo alcanzo a ver parte de su espalda y una pierna. Estaba tratando de salvar en la medida de lo posible, una olla de barro que parecía estar en perfectas condiciones. – ¡Quien quiere ver esto! – Grita de nuevo.

—¡Voy!

Sin dar tiempo a reaccionar a los que realmente saben, pongo un pie en la insegura escalera colocada de aquella manera a lo largo del gran agujero y comienzo a bajar hasta donde se encuentra mi compañero. Detrás Pepe que tiene que esperar a que mis piernas recorran todos los peldaños.

—Es preciosa…

Pepe pasa la mano por la pieza de cerámica que aún permanece adherida al suelo. No queda mucho por limpiar; le da con la escobilla un par de veces y en un gesto mecánico, sopla para retirar las posibles partículas de tierra, que pudieran quedar. Con un movimiento seguro y experto, le arranca el cacharro de cocina, a la húmeda tierra. El ennegrecido culo de la olla indica que ha sido usada, y bromeamos en cuanto a si guisar un caldo con un par de huesos de individuo, o echarle dentro un buen pedazo de panza de nuestro joven compañero Fran. Alguien lanza un capazo agarrado a una cuerda y Carmelo mete la pieza, no sin antes encomendarle que, por su padre al que tira de la soga que tenga cuidadin, cuidadin: sabemos que es Nordik, porque escuchamos su interminable matraca sobre Alláh, Dios cristiano, racismo….etc, etc, etc…. ¡Nooodiiiik! Por lo que más quieras estate atento a lo que estás haciendo, la voz del arqueólogo suena con fuerza y yo me quedo sorprendida por el chorro de voz que sale de esa garganta: en cuatro años que llevaba junto a él, nunca le había escuchado… ¿Rugir? De pronto el foco decide jugarnos una mala pasada y nos deja a oscuras, y un rosario de improperios comienza a desgranarse de boca en boca: unos se acuerdan de

la madre del foco, otros de los testículos del foco… ¡Todos contra el foco! Menos yo, que solo intento acordarme en donde está la escalera y en que punto del agujero ha dejado Carmelo el pico. El haz de luz de una linterna nos deslumbra para pasar luego a enfocar la bendita escalera. Es Fran, que impertérrito, sigue tragando bocata, mientras nos ilumina. Subo la escalera custodiada por los dos caballeros andantes que estaban junto a mí en el foso. Con un movimiento rápido dirige el haz de luz hacia el tramo en que me encontraba, y allí a la altura de mis hombros, estaban los restos de los restos de aquella que una vez fue mujer, esposa y madre… No sabía muy bien el porqué, pero sentí una infinita pena por ella, tal vez porque le arrancamos a su pequeño.

La mano fuerte y velluda de Fernando dio el ultimo empujón a mi escalada, sacándome con fuerza.

—-¡Esta es mi Eder! Dijo, mandándome, si me descuido al interior del sondeo

B. No sabía si agradecérselo o acordarme de su pipa….

Parte primera de las aventuras y desventuras de una historiadora jugando a arqueóloga.

Gudea de Lagash

Gudea de Lagash

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