HACES DE LUZ. CONFITEOR: La fe que da sentido a mi vida (II)
“Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Yahvé”, canta David en su salmo 144,15; en el Libro de los Proverbios leemos: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios; conocer al Santo, eso es inteligencia” (Prov. 9,10). Ahora bien, está demostrado que todo el mundo tiene una opinión sobre la religión. Puede ser favorable o desfavorable, pero raras veces es neutral. En el año 1880, el filósofo alemán Federico Nietzsche (1844 – 1900) anunció con gran aplomo la muerte de Dios. Yo pregunto: ¿cuánto le sorprendería, al autor de la teoría de “Superhombre”, ver que, 116 años después de su obituario, la religión sigue teniendo un papel muy importante en el escenario del mundo?. Difícil respuesta. Dios no ha muerto, está en el corazón del hombre. Ese Dios, por un infinito acto de amor, “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,14): JESUCRISTO, quien – afirma San Pablo en Colosenses 1,13 – es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e inivisibles…; todo fue creado por él y para él. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia”. Pero estas verdades, por desgracia, no interesaban a esos “ falsos iluminados” de la filosofía y de la historia: Voltaire,Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, etc., etc.
Me sobran razones apodícticas para proclamar a los cuatro vientos – sin el menor miedo – que Cristo es la razón de mi vida y el fundamento metafísico de mi fe y esperanza. En esta misma línea están millones de hombres y mujeres que se enfrentan, día tras día, al laicismo y nihilismo de nuestra época; ellos son “testigos” coherentes de su fidelidad al Evangelio: Camino, Verdad y Vida, idest, CRISTO.
Yo confieso – “aquí y ahora” – el valor perenne de las palabras de Jesús, pues en la “Carta a los hebreos” – atribuída al apóstol Pablo – podemos leer: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos. No os dejéis llevar por las doctrinas varias y extrañas” (Hb 13, 8), destacando de otra manera que el final de este mundo no es el final de todo para Jesús ni para los que por la fe se han acogido a él y a sus palabras. Aún más: La experiencia nos enseña que para otros trances que nos depara la vida disponemos, bien que mal, de recursos; pero para aquella en la que se decide nuestro destino, nuestra salvación, no hay otro fundamento seguro que Jesucristo, nuestro único Salvador. “La piedra viviente desechada por vosotros, predicará Pedro a los judíos, refiriéndose a Jesucristo después de su resurrección, es la piedra angular” (I Pe 2,4), proclamada ya por los profetas del Antiguo Testamento.
Y, por mi parte, yo añado: Fundada en la fe en El y en la escucha de sus palabras, tiene la vida del cristiano fundamento sólido para superar la prueba que decide sobre la vida eterna, ya que, según San Agustín (354 – 430) quien, por cierto, descubrió a Cristo no sólo como maestro sino también como salvador a través de la carta de Pablo a los romanos, nos dejó dicho : “Hemos nacido para cosas mayores”, que están totalmente enfrentadas a las palabras del filósofo existencialista alemán Martín Heidegger (1889 –1976) afirmando que “el hombre es un ser para la muerte”. Nada más lejano al pensamiento cristiano.
No es nada nuevo decir que en la vida de todo ser humano -creyente o no – hay mucho de dolor y sufrimiento interior; de dudas, de angustias, de tentaciones. Los evangelios nos enseñan que Jesús, el “Hijo del hombre”, también quiso compartir todos nuestros sufrimientos. Así podría entendernos y ayudarnos mejor: “Se hizo en todo semejante a sus hermanos; Él mismo ha sido probado por medio del sufrimiento; por eso es capaz de venir en ayuda de los que están sometidos a la prueba” (Heb 2, 17-18). Y más adelante podemos leer: “Nuestro Sumo Sacerdote no se queda indiferente ante nuestras debilidades, ya que El mismo fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado” (Heb. 4,15 -16).
Cristo, nuestro “Hermano mayor”, sufrió las mismas pruebas que nosotros, las mismas tentaciones, las mismas angustias. Sus dolores psicológicos fueron los nuestros. San Lucas nos cuenta (Lc 2,43) que todavía jovencito, de doce años, tuvo que sentir el dolor de dar un mal rato a sus padres, para poder seguir los impulsos interiores de su vocación de servicio al Padre Dios. Y según José Luís Caravias ( cf. “Cristo es esperanza”, pág. 15. Madrid, 1975), parece que a veces sintió la duda de cuál debía ser el camino a seguir para cumplir la misión que el Padre le había encomendado; sintió, asimismo, la tentación de la “comodidad”, del “poder” y no menos la tentación del “triunfalismo”: pensar que a todo aquello había que darle bombo y platillo, una buena propaganda, un buen equipo de acompañantes y hechos llamativos, que dejaran a todos con la boca abierta. Pero mezclado siempre entre el pobrerío y con unos pescadores ignorantes como compañeros no iba a conseguir gran cosa (Lc 4, 9-12). Bien sabido es que Jesús supo vencer aquellas tentaciones de mesianismo político. Y -¡cómo no! – está dispuesto a ayudarnos para que nosotros las venzamos también. Tenemos, pues, un modelo a seguir: JESUS DE NAZARET.
Él liberador del miedo supo también lo que es el miedo. Algunas veces se sintió turbado interiormente. Cristo sintió pánico ante la muerte, hasta el grado de sudar sangre. Sin embargo, habiendo sentido el mismo miedo al compromiso que nosotros, Él no se dejó arrastrar y no dió jamás un paso atrás. Siempre se mantuvo fiel a la voluntad del Padre: “Ahora mi alma se ha turbado; y ¿qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto vine a esta hora”, nos dejó escrito el apóstol Juan (Jn 12,27).
Y si nos acercamos al evangelio de Mateo, encontraremos una espeluznante y terrible confesión: “Comenzó a sentir tristeza y angustia, y les dijo: Siento una tristeza de muerte, quedaos aquí velando conmigo…. Padre, si es posible, aleja de Mí este cáliz; sin embargo, que no se haga mi voluntad, sino lo que Tú quieras” (Mt 26, 37-39). Es conmovedor ver a este Jesús tan profundamente humano, que no esconde sus sentimientos más profundos, como si se tratara de una debilidad inconfesable.
¿Qué necesidad, pues, tengo de recurrir a ningún filósofo para encontrar la “verdad óntica” de mi vida -Existencia, Fe y Esperanza -, que he recibido gratuitamente de Dios por medio de Cristo, imagen visible del Amor del Padre?. Procuro aplicarme las palabras de San Anselmo (1033 -1109) “Intra ad cubiculum mentis tuae” para encontrar la “razón de mi existir”: JESUCRISTO, “Dios verdadero de Dios verdadero”.
Alfredo Arrebola, Doctor en Filosofía y Letras