H A C E S D E L U Z SAN AGUSTIN, “Peregrino de la Verdad”.
¿Ironías de la vida, vivencias psicoantropológicas del ser humano?. Difícil respuesta. Pero llama la atención que José Saramago (1922 – 2010), Premio Nobel de Literatura 1998 y… “discreto ateo”, ponga fin a su obra “In Nomine Dei” con estas palabras: “Sin una creencia, el ser humano no es nada” (pág. 188), que suenan algo parecidas a las del “poeta cristiano” San Paulino de Nola (355- 431): “El hombre sin Cristo es polvo y sombra” (Poesía X, 289). Y otro gran Padre de la Iglesia, San Hilario de Poitiers (310 – 367), al comienzo de su obra “De Trinitate”, evoca largamente el recuerdo de sus esfuerzos por alcanzar la verdad, arrancando sus reflexiones del problema de la vida y de su sentido, nos dejó dicho que “Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, idest, “ se hizo la carne de todos nosotros”. San Hilario, convertido del paganismo, consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad. Con este firme propósito redactó su obra dogmática más importante y conocida: DE TRINITATE (Sobre la Trinidad). Se enfrentó también a los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque excelente, pero sólo criatura.
Pues bien, partiendo de mis propias reflexiones del problema de la vida y de su sentido y -¡cómo no! – apoyado en la fe de Cristo – “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6) – pienso que Dios llama al hombre a la Verdad que lo hace libre, a la Vida que da sentido a su existencia, al Camino que lo conduce a la felicidad: supremo anhelo del ser humano. El célebre sacerdote agustino y periodista, Rafael del Olmo, nos ha dejado escrito que Dios ha llamado al hombre, desde Adán de hace tantos siglos hasta el joven de pocos años de nuestros días que se pierde entre las múltiples ofertas capciosas que el mundo actual le pone delante. No obstante, ante la llamada de Dios, hay quien se hace el sordo, y sigue una vida sin sentido y sin rumbo: perdido en su irrenunciable egoismo. Pero ha habido, hay y habrá, quien abre sus oídos y se pone en marcha, para seguir la voz de Dios Padre que espera, siempre, la vuelta a casa del hijo pródigo.
Este es, pues, el sentido del artículo San Agustín, “Peregrino de la Verdad”, porque no ha existido una persona tan profundamente preocupada por encontrar la verdad, como lo fue el famoso Obispo de Hipona, San Agustín (354 – 430), Padre y Doctor de la Iglesia. Bien poco puedo yo aportar a cuanto ya se ha dicho y escrito sobre el hijo de Santa Mónica ; sin embargo hago saber a todos mis lectores de “Granada Costa” que san Agustín se convertiría junto a Pablo de Tarso en una de las dos personalidades más determinantes en la evolución del cristianismo en sus orígenes. Nacido en la provincia romana de Numidia (Norte de África) en las postrimerías del Imperio, San Agustín, “Doctor de la Gracia contra el Mal”, representa una figura peculiar en la historia de las ideas, tanto por el alcance y las repercusiones que acabó por tener su pensamiento, como por las condiciones en las que éste se desarrolló.
A toda persona, creyente o no creyente, le recomiendo lea sus “Confesiones”, mezcla de Teología y Filosofía, y se fije bien en “…¿Quién ha sembrado en mí esta semilla de infelicidad, si soy íntegramente obra de mi dulce Señor? Y aun si fuera yo una criatura del Diablo, ¿de dónde viene el Diablo? (VII, cap. 3). Por tres caminos distintos llegó Agustín, al cumplir los 34 años, a Dios, la Verdad que él buscaba: por el de la ciencia, por el de la psicología y por el de la metafísica, dado que, ante los problemas del origen de la mala voluntad que se planteaba y el materialismo que le invadía, descubrió, posiblemente gracias a San Ambrosio – Obispo entonces de Milán – que el dualismo maniqueo caía por su base al entender que el espíritu es activo, libre, único e indivisible y que en el mundo, además de la materia, también existen seres espirituales, tal como leemos en “San Agustín y convertidos de la era patrística”, pág. 81, de Rafael del Olmo (Madrid, 2008). Sólo me resta decir que con la obra de San Agustín se inaugura el nuevo paradigma filosófico que determina y caracteriza a la Edad Media. Los textos agustinianos constituyen un hito en la historia del pensamiento filosófico, cuyos ecos resuenan hasta nuestros días.
San Agustín es, sin duda, un auténtico modelo para los que, sinceramente, buscan la razón de su existencia y destino final que no es otro sino Jesús de Nazaret. El camino de Jesús – lo digo plenamente convencido – siempre nos lleva a la felicidad, aunque, a la verdad, habrá en medio una cruz o muchas pruebas, pero al final nos lleva a la felicidad: “Y la fidelidad (verdad) de Dios permanece hasta la eternidad”, nos dice el psalmo 116 de David. Jesús, el Hijo de Dios y del hombre, no nos engaña. Nos prometió la felicidad y nos la dará – Papa Francisco (Adlocución, 1-3-2015) – si seguimos su camino.
El poeta Villaespesa (1877 – 1936) escribió: “Yo me fié de la verdad / y la verdad me engañó/. Cuando la verdad me engaña, /¿de quién me fiaré yo?”. Pero no: Cristo es la VERDAD, y el amor infinito de Dios ha llamado desde siempre, y sigue llamando hoy, a hombres y mujeres que buscan la Verdad, la Paz y la Felicidad que solamente El puede dar. Y San Agustín: “Nos hiciste para tí, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta no descansar en Tí”.
Alfredo Arrebola, Doctor en Filosofía y Letras