H A C E S D E L U Z AGNOSTICISMO. ¿Vale la pena ser agnóstico?
“La más terrible pobreza es la soledad y el sentimiento de no ser amado”, nos dejó dicho la Madre Teresa de Calcuta, hoy venerada en los altares. Es posible que mis lectores de GRANADA COSTA no vean el sentido de las palabras de Teresa de Calcuta en un artículo profundamente filosófico y teológico. Sin embargo, yo lo veo así, y en el título “Agnosticismo” he añadido ¿Vale la pena ser agnóstico?. Pues bien, si triste y terrible es la soledad -¡vae soli!, dice la Biblia – ¿cómo podría definirse un ser humano que sostenga que es imposible llegar a la existencia de Dios?. Esta es la idea fundamental del concepto filosófico y teológico del agnosticismo. Hace sólo unos días, en una improvisada reunión de amigos, uno de ellos nos ofreció, sin necesidad de hablar “ex cathedra”, unos sólidos y apodícticos argumentos de la presencia de Dios en todo. Era profesor de Lengua y Literatura, recientemente jubilado y jamás – comentaba – había estudiado teología. Sus palabras me hacían recordar al franciscano san Buenaventura con su magnífico ensayo “Itinerarium mentis ad Deum” (siglo XIII)), san Francisco de Asís, Luís Vives y todos los místicos españoles con los que el filósofo francés Henry Bergson (1859 – 1941) se servía para admitir la existencia de Dios.
Desde el punto de vista etimológico, agnosticismo es vocablo de origen griego que significa “sin conocimiento”. En el plano semántico se define como “Teoría que sostiene la imposibilidad de que el hombre llegue al conocimiento de Dios o de las cosas trascendentes porque su razón sólo puede llegar a entender las cosas sensibles. Lógicamente se deduce que el agnosticismo es una forma de ateismo.
Debemos señalar que un agnosticismo vulgar niega la posibilidad de todo conocimiento cierto que rebase la inmediata experiencia cotidiana, o de toda ciencia referida a un conocimiento semejante, es decir, cognoscibilidad de Dios. Un agnosticismo más sutil pretende salvar lo religioso situándolo en un terreno en el que sea de antemano invulnerable: el conocimiento racional tiene que fracasar sin más ante las últimas preguntas fundamentales para dar paso a la “fe”, lo que nos lleva ineludiblemente a los errores del “Modernismo”, nombre general con el que se designa a las concepciones teológicas falsas o sospechosas que se originaron (hacia 1900) del deseo legítimo o, mejor, la obligación permanente de predicar el contenido dogmático del cristianismo de manera adecuada a los hombres de ese tiempo (cfr. “Diccionario Teológico”, pág. 446. Herder, 1966).. De ahí surgieron en Francia, Inglaterra, Italia, etc., los errores que fueron condenados por la Iglesia.
Me parece conveniente y didáctico poner aquí algunos de ellos:
– La teología es cosa del sentimiento,
– La religión procede del subconsciente religioso, y la inteligencia, que es una función secundaria desde el punto de vista religioso, no es capaz de dar cuenta de una ni de otra.
– La revelación es el hacerse consciente de una necesidad religiosa inmanente y se objetiva en su forma más clara en los portadores de la revelación; si se fijan estas objetivaciones resulta la “tradición”-
– El dogma es solamente una expresión simbólica de dichas objetivaciones, que tendrían que cambiar junto con el dogma al ritmo del progreso cultural. Existe una necesidad de comunicar a otros las propias objetivaciones de lo teligioso. Cuando esto se realiza, nace la Iglesia. Debo manifestar que estas ideas estaban vinculadas a una crítica bíblica extremosa e inobjetiva. Añado, además, que junto con otras teorías erróneas, fueron condenadas por el Papa Pío X (1903 – 1914) en el decreto “Lamentabili” y en la encíclica “Pascendi”.
En cuanto a la “cognoscibilidad de Dios”, aunque sea brevemente, diré que conforme al testimonio de la Sagrada Escritura (Sabiduría 13, 1-9; Epístola de san Pablo a los Romanos 1, 18-21) y de la tradición, la Iglesia – sobre todo en el Concilio Vaticano I (1870) – declara que la “luz natural de la razón puede conocer a Dios con seguridad, partiendo del mundo creado, incluso probar su existencia desarrollando ese conocimiento con rigor sistemático…” Estas declaraciones se enfrentan al “fideismo” y “tradicionalismo”, que estimaba posible todo conocimiento religioso sólo en la simple revelación oral histórica y, por lo tanto, sólo en la fe estrictamente tal, y, lógicamente, también se oponen a todo “agnosticismo metafísico”. Para estas cuestiones, recomiendo la lectura del tradicionalmente llamado “Denzinger” (Enchiridion symbolorum. Herder, 1957).
Y antes que la memoria nos falle, diré que el término “agnóstico” fue creación de Teodoro H. Huxley en “Metaphysical Society” (1869), y más tarde (1889) desarrolló su pensamiento agnóstico en confrontación con el cristianismo, presentándolo como una actitud honesta y contraria a todos aquellos que pretenden ir más allá de los límites que impone el conocimiento científico. Huxley -escribe el profesor Jiménez Ortiz – creó este vocablo con consciente ironía para expresar una “abierta y cautelosa actitud intelectual frente a todos los sistemas”, que se halla en completa oposición a todo dogmatismo, tanto de signo espiritualista como materialista (cfr. “Ante el desafío de la increencia”, pág. 61. Madrid, 1998).
El agnosticismo, en sus múltiples y variadas matizaciones y con argumentaciones racionales y vitales diferenciadas, se ha convertido, desde su aparición, en una especie de moda intelectual en determinados círculos sociales muy influyentes. Es sumamente difícil, según mi experiencia, distinguirlo del ateísmo, aunque, por supuesto, es una forma de ateísmo – como se ha dicho – que cala posiblemente más hondo en los medios intelectuales, aunque muchos agnósticos no estén preparados para “dar razón” de su increencia. Por lo general, el agnóstico evita los enfrentamientos racionales y apologéticos. En el fondo, ordinariamente, están tristes, solos, insatisfechos: les falta la luz para llegar al puerto de salvación. Sin embargo, algunos aceptan a Jesús de Nazaret como personaje histórico y trascendental en la historia de la humanidad, como ya lo dijo el filósofo alemán Hegel ( 1770 – 1831).
(Continuará)
Alfredo Arrebola, Doctor en Filosofía y Letras