GIGES RENACIDO
En una suerte de Pascua pagana, parece que Giges, aquel pastor que encontró un anillo de invisibilidad y lo usó para perpetrar todo tipo de atrocidades bajo el manto de la impunidad, ha renacido en nuestros tiempos. Su encarnación moderna: Dominique Pelicot, jubilado apacible y ciudadano ejemplar, que creía que la intimidad de su habitación, convertida en la antesala del infierno, lo hacía invisible ante la sociedad, sus leyes y el mínimo comportamiento ético exigible a cualquier ser humano. Pero a diferencia del pastor mitológico, Pelicot no tuvo que proveerse de un anillo mágico para cometer sus terribles actos; con un puñado de drogas accesibles fue suficiente. ¿El resultado? Más de una década de violencia sexual que escandalizaría incluso al Marqués de Sade.
Curiosamente, Pelicot no fue invisible para quienes invitó a ser sus cómplices. No obstante, al igual que él, se refugiaron en la creencia de una impunidad garantizada para desatar sus instintos más bajos, eliminando cualquier síntoma de moralidad o culpa que pudieran sentir. Así que lo más escalofriante de esta historia no son las acciones de Pelicot en sí mismas. Al fin y al cabo, podríamos achacar sus actos a algún trastorno mental grave. Perturbados los ha habido desde que un espabilado primer homínido descubrió que el garrote es un argumento maravilloso para resolver discusiones. No, lo que realmente nos deja sin aliento es el ejército de pequeños Giges que se unieron a sus fechorías: más de 70 hombres «normales» que bajo una capa de invisibilidad harrypotteriana, no dudaron en ejecutar los más viles actos a costa de una mujer inocente e indefensa que jamás imaginó con quién compartía su vida en realidad.
¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza humana? Pues que Glaucón, el hermano de Platón, quizás tenía razón cuando defendía que, de darle a las personas la oportunidad de ser malvadas sin consecuencias, todos sin excepción la aprovecharían, haciendo que la civilización se desmoronara más rápido que una promesa electoral. Al parecer, no son la ética, la razón o la educación las que mantienen a raya nuestros impulsos, sino el miedo a las consecuencias.
Dadas las innumerables situaciones de indefensión e injusticia que proliferan en la sociedad actual, cortesía de la laxitud y el hiperproteccionismo de las leyes, sumadas a la exasperante lentitud del aparato judicial, no me sorprendería que Pelicot decidiera demandar a su esposa por «violación flagrante de su derecho a la invisibilidad marital». Ya lo imagino en los tribunales, alegando que al destapar sus actividades, su mujer había vulnerado el sagrado pacto tácito de «los trapos sucios se lavan en casa», ese que todo matrimonio longevo firma al cumplir las bodas de plata.
Tampoco resultaría inimaginable que los 70 cómplices del jubilado (aunque solo 51 de ellos encausados) formaran un sindicato de «violadores anónimos» para exigir que se respete su derecho a la privacidad. «Si no podemos confiar en que nuestras actividades extracurriculares permanezcan en secreto, ¿en qué se ha convertido nuestra sociedad?», declararía su portavoz, oculto bajo una capucha estilo Ku Klux Klan.
Me pregunto cuánto tardará la industria farmacéutica en lanzar la «Gigesina», esa pastilla milagrosa capaz de borrar cualquier rastro de remordimiento o mala conciencia… Después de todo, no podemos permitir que algo tan anticuado como la moralidad impida que los ciudadanos ejerzan plenamente sus derechos individuales. ¡Qué injusticia sería que esas nimias normas éticas que alguna vez escucharon en el colegio les hagan tropezar en su camino hacia la libertad! Hay quien dice que en realidad ya se han fabricado y que llevan años de experimentación en humanos, concretamente entre banqueros y magnates, con magníficos resultados.
Quizás en el fondo todos cobijamos a un pequeño Giges dentro, un travieso monstruito que aguarda impaciente su momento para salir a jugar. Si Pelicot y sus setenta violadores eran personas “normales”, ¿usted y yo lo somos? En fin, hay dos momentos del día que cada vez me aterran más: cuando pongo las noticias y cuando me miro en el espejo. Me reconforta, eso sí, comprobar que todavía puedo enfrentar mi reflejo sin espantarme demasiado (si no tengo en cuenta la calvicie). Pero, ¿cuánto durará la dicha? En una sociedad donde la injusticia, la barbarie y la insensibilidad se han vuelto cotidianas, tal vez el verdadero acto revolucionario consista en, simplemente, mantenerse cuerdo el mayor tiempo posible.
Así que procuremos dormir tranquilos esta noche. Y si oímos algún ruido sospechoso en la oscuridad, no nos alarmemos. Seguramente sea solo ese vecino tan «normal», el mismo que nos saluda amablemente cada mañana, ajustándose su anillo de invisibilidad. Quizás lo haya pedido en Pelicot Express. Las existencias se están agotando.
Javier Serra