Fabula del cementerio de los ricos
Vivía un hombre llamado “Notengotiempo” que durante años, vivió la misma y exacta rutina. A la misma hora cada día tomaba un tren rumbo a su trabajo en la ciudad. Siempre se sentaba en el mismo lugar. Abría su ordenador y adelantaba trabajo mientras sus pensamientos deambulaban entre el ascenso y el dinero que podría conseguir. Ni siquiera conocía el paisaje, creo que ni siquiera sabía que había una ventanilla. Tan solo hubo una vez, algunos años atrás, que por casualidad un vistazo fugaz hizo que viera algo que le llamó mucho la atención. En una de las paradas, cerca de la estación, pudo ver un cementerio tan pobre que ni lapidas tenia, eran cruces de madera quemada por el sol con una chapa en el centro con nombres grabados. Pero lo más inquietante es que a la entrada un gran rotulo de la misma madera decía “el cementerio de los ricos”. Se quedó un tanto perplejo y no supo descifrar a qué venía aquel título. Pero tal como llegó aquel pensamiento, se fue con el viento. Y pensó, “No tengo tiempo para esto”. Nunca más volvió a mirar por la ventanilla.
A lo largo de los años para conseguir su ansiado nivel económico, Notengotiempo tuvo que dedicar muchas horas y a menudo se llevaba trabajo a casa. Llegaba tan tarde que casi no veía a su familia. Y cuando la veía y su familia lo reclamaba, él decía “No tengo tiempo”. Pasaron los años, los niños se convirtieron en jóvenes adolescentes y él a lo largo del tiempo pudo ver como se habían cumplido sus objetivos. Pudo tener una casa más grande, un coche más lujoso y toda la tecnología de vanguardia. Digamos que consiguió hacerse rico. Y aunque en el fondo sentía algún remordimiento por el poco tiempo que pasaba junto a su familia, con los años éste casi desapareció.
Pero llegó el día en que la vida nos despierta del letargo y nos enseña lo dura que puede ser a veces. Ese día recorrió el mismo itinerario, pero ya nada era lo mismo, las cosas habían cambiado. Ese día todo era distinto. Meses atrás a su hijo le habían diagnosticado una extraña enfermedad de las que le ponen también un extraño nombre. El diagnostico no fue muy esperanzador a pesar de haber gastado una fortuna en tratamientos. Finalmente el peor desenlace para un padre, su hijo murió en la más cara pero fría clínica. Ese día con los ojos inundados miraba por la ventanilla casi por primera vez. Aquel era un viaje muy distinto, veía cosas que no vio jamás. El verde de la campiña parecía tener significado, un bosque relajaba su rostro, un árbol que se le antojó extraño parecía saludarle. Vio personas con sus vidas como mundos, y de repente aquel enigmático cementerio que había visto años atrás. Después de tanto tiempo seguía allí aquel rotulo, “el cementerio de los ricos”.
Como si el dolor buscara consuelo de manera extraña y sin saber porque, bajó del tren en aquella estación. Fue hacia el pequeño cementerio y se acercó a aquellas cruces de madera quemadas por el sol. Alzó la vista y miró aquellas letras que parecían reírse de él. “El cementerio de los ricos”. Se fijó en una de las cruces más recientes, y a juzgar por las fechas, era la tumba de un joven con la edad de su hijo. Se arrodilló y comenzó a llorar.
En ese momento entró en el cementerio un aldeano y lo vio allí postrado.
–¿Conocía usted a mi hijo? –preguntó el aldeano.
–No, lo siento… –dijo entre sollozos– pero yo también he perdido a un hijo de la misma edad. Lo siento, solo estoy aquí atraído por ese maldito rotulo de la entrada. Pero creo que ya he entendido su significado, quieren que veamos a dónde van los ricos también, ya seas rico o pobre todos morimos, todos volvemos a la tierra sin nada.
–No, se equivoca, es más sencillo que todo eso. Es que realmente los que aquí están enterrados fueron muy ricos en vida, grandes inversores y se llevaron toda su riqueza allá a donde fueron. Por eso le llamamos el cementerio de los ricos.
–¿Qué quiere decir?
–Venga conmigo y se lo enseñaré.
La intriga era cada vez mayor así que le siguió hasta el pueblo. Era un pueblo sencillo de gente sencilla, no había grandes autos ni casas ostentosas aunque sí muy coloridas. En realidad no eran ricos como él. Pero había algo extraño en aquellas personas, al menos para él que no estaba acostumbrado, todo el mundo sonreía, las familias trabajaban, estudiaban y se divertían juntas, hasta los abuelos participaban. Se miraban a los ojos, se abrazaban, se enseñaban, se perdonaban, se reían, hasta lloraban juntos, creaban un recuerdo de sus familiares a partir de cualquier emoción.
–En el cementerio no hay nada, –dijo el aldeano– allí no está mi hijo, por eso no es tan elegante como otros cementerios que parecen querer retener sus cuerpos para siempre. Nuestros parientes viven en los corazones de sus familiares de modo que para recordar a mi hijo lo que hago es pasar tiempo con su madre con sus hermanos abuelos y amigos. Lo veo en los ojos de cada uno de ellos y en sus recuerdos. Es como si estuviera con él. Es mejor que llevar flores.
–Pero usted dijo que eran ricos.
–Las familias pasamos mucho tiempo juntas para recoger la máxima cantidad de recuerdos durante toda la vida para que cuando llegue la despedida estemos todos preparados. Somos ricos en abrazos, en besos, en “te quieros” y todo ese amor es la mejor inversión y cuando llega el día de nuestra despedida nos llevamos todo ese amor, somos ricos.
Entonces se echó a llorar al darse cuenta de lo pobre que era, de los pocos recuerdos que tenia de su hijo. Tanto esfuerzo para nada. Tanto “No tengo tiempo” y al final perdió todo el tiempo del mundo.
–Soy un pobre miserable –dijo entre sollozos– que forma más triste de aprender. He llegado tan tarde.
–No, todavía tiene una familia, hágase rico con ellos. Hable con su esposa de su hijo, con sus hermanos y abuelos y recupere los recuerdos atesorados en sus corazones. Y a los que están vivos dedíqueles todo el tiempo posible, para recoger nuevos recuerdos.
Moraleja: La vida es más sencilla de lo que parece, la verdadera riqueza es invisible. No debemos estar tan ocupados que no podamos mirar por la ventanilla.
Manuel Salcedo