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Fábula de un ángel entre demonios.

En el invierno de 1965 una niña nació dos veces. La segunda matriz fue una bolsa de basura y su madre los brazos de una joven que la encontró al fondo de un cubo, atada todavía a un cordón umbilical. Su primer mes de vida transcurrió entre las paredes de un hospital, donde luchó cada día con una fuerza más grande que su pequeño cuerpo, para que no fuese el último, hasta que su corazón se hizo fuerte. Pero el recién llegado médico de Pediatría, observó que sus ojos no reaccionaban a la luz ni al movimiento de objetos, tan solo al estímulo sonoro y a pesar de que todavía era pronto, ya sospechaba que aquella niña nació ciega. Algo que por seguro dificultaría y mucho su adopción, ni siquiera en el oscuro mundo del tráfico de menores auspiciado por algunos religiosos.

            Aquel joven médico de Pediatría, en el poco tiempo que llevaba trabajando en el hospital se había dado cuenta de que algo extraño estaba pasando. Sobre todo con las madres solteras, que vivían en los mismos pisos cuna de Barcelona. Eran demasiados los certificados de defunción para bebes y muchas irregularidades en los procedimientos. No tardó mucho en darse cuenta de la trama montada, en la que participaban algunas enfermeras, celadores y como último eslabón aquella religiosa de pocas palabras.

La miraba sintiendo lástima y por un instante vio su futura vida resumida. Una niña condenada a vivir en un orfanato sin el cariño de unos padres y con un impedimento que la haría convertirse más bien en un estorbo.

De repente apareció la monja de pocas palabras que rompió su trance al irrumpir en la habitación. Cogió a la niña casi sin mediar palabra, la destapó y estudió su físico, movió sus bracitos y contó los dedos de las manos y los pies, buscaba algún defecto físico. No pidió ningún papel que certificara sobre su nacimiento ni nada por el estilo, su destino parecía estar escrito. El médico estuvo a punto de decir algo pero sin saber porque cayó, como si un destino marcara su camino, casi una misión. Pensó que pronto descubrirían que con aquella niña no podrían hacer negocio, no recibirían las doscientas mil malditas pesetas que costaba comprar un niño. Así salió aquella pequeña de un hospital al que no volvería jamás.

            La monja llegaba al Orfanato satisfecha, pensando que en esta ocasión no tendrían que engañar a ninguna joven soltera diciéndole que su bebe había muerto. Atravesó las enormes puertas de aquel emblemático edificio, llevando en brazos como quien lleva una mercancía más bien que una vida. Atravesó pasillos inmensos donde podía olerse la hambruna de amor, entró al despacho y la entregó satisfecha en brazos de la madre superiora. Una mujer que dejaba entrever que en otro tiempo fue de gran corpulencia, una que ahora la encorvaba. Miró a la criatura de manera inquisitiva.

            —Ya la he examinado madre, creo que es una buena candidata— dijo la monja.

            —Eres tonta, —la voz de la madre superiora hizo encoger a la monja—, ¿no te das cuenta de que esta niña es ciega?

            Nadie sabía porque aquella religiosa parecía intuir las enfermedades y defectos físicos, como si poseyera un poder oscuro o peor aún, satánico.

            –Llévasela a Sor Pilar que es la única más tonta que tú. La única que querrá hacerse cargo de un desperdicio como este y ya pensaremos que hacer con ella.

            La monja malhumorada la llevó a una sala tan grande como fría que hacía las veces de dormitorio. Los camastros estaban dispuestos en dos largas hileras. Al fondo tras una puerta con cristales rugosos, media docena de cunas, con barrotes a los que la corrosión de la humedad los había desprovisto de un antiguo cromado. Metió a la recién llegada en una de estas y allí la dejó como un desecho, sin ni siquiera taparla, a solas con el aterrador sonido de los llantos inconsolables que salían de aquellas viejas cunas.

            Sor Pilar hacia el turno de tarde, pero solía quedarse hasta bien entrada la noche, no quería marcharse hasta que todos quedasen tranquilos y dormidos. Un ángel de los que Dios parece poner donde hay niños tristes. Un ángel entre demonios que parecían no recordar que ellos también fueron niños una vez. Sor Pilar era joven pero entendía muy bien a aquellos niños, ella misma se crio en un orfanato hasta que entró como novicia en un convento benedictino. Ella también encontró un ángel que la enseñó a amar.

            El turno de la mañana terminó y la sala tenía el sonido de treinta niños perdidos llorando su abandono, era ensordecedor. La monja de turno salió sin decir palabra con el rostro de loca y furiosa. En cuanto entró Sor Pilar los niños parecían oler su cariño. Los llantos comenzaban a cesar sabedores de que recibirían su porción de cariño, como si de una dulce tarta se tratara. Por un momento se hacia la magia, hizo un hermoso gesto como si lanzase besos por los aires, para que cayeran como caramelos. Además aquel era un día especial, llegó el seis de enero que todos esperaban, el día de “reyes”. Sabían que no habría grandes regalos, pero Sor Pilar siempre se encargaba de que hubiese un pequeño detalle para cada uno. Después se dirigió al fondo como siempre hacía, a los más pequeños.

            –Vaya tenemos a una nueva invitada –dijo Sor Pilar mientras alzaba en sus brazos a la recién llegada, para terminar acomodándola sobre su pecho–. Creo que tú vas a ser nuestro regalo de reyes este año, aunque todavía no te han puesto nombre, pero yo te lo pondré, te vas a llamar… –se quedó mirando pensativa a todos los demás niños que se amontonaban en la puerta para mirarla y dijo– te llamaras Lucero, porque aunque sé que no puedes vernos con tus ojitos vas a traer más claridad a este mundo de la que merece, y algún día lo sabrán como lo sabemos hoy nosotros.

            La abrazó sintiendo la calidez de su pequeño cuello mientras acariciaba su lacio y rubio cabello. Mientras, los demás niños miraban a Sor Pilar, como si realmente les vieran unas grandes y blancas alas salir de aquel hábito gris. La acomodó en su cuna, abrió la descolorida cajita de música que le traía tantos recuerdos, he hizo girar la palometa para darle cuerda. Las láminas afinadas comenzaron a tocar los remaches del cilindro metalario, dejando salir la magia en los acordes de la canción de cuna de Bramhs, y con un tono de voz tan tierno como sus mejillas, le cantó casi susurrando:

Duerme niña,

dulce bien.

Mi florecilla de abril.

Soñando duérmete,

como los pétalos en la flor.

Duerme niña dulce bien.

Duerme niña dulce amor.

Dulces serán tus sueños,

al oír mi canción.

            Lucero con tan solo un mes de vida aquella noche soñaría por primera vez algo hermoso.

Cuando parece que nada puede ir peor, cuando nos sentimos desvalidos, cuando casi se pierde la fe y la esperanza y hasta en los peores escenarios, puede encontrarse el alma de un ángel entre demonios.

FIN.

 

Manuel Salcedo

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