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ENTRE TODOS LA MATARON…

Artículo satírico y mordaz que compara la “reduflación” del Gordo de Navidad con el deterioro de la democracia. Denuncia el espectáculo parlamentario, la politización institucional y la pereza ciudadana, y retrata una “democracia zombi” que sobrevive entre cinismo, consumo y resignación.

Javier Serra

Javier Serra

La democracia está sufriendo el mismo proceso reduflacionario que el Gordo de Navidad. Hace unas décadas, el primer premio te arreglaba la vida: te comprabas dos pisos, un coche último modelo y aún te sobraba para invitar a una mariscada en Nochebuena. Hoy, el Gordo apenas te da para alquilar una plaza de garaje en el extrarradio y pedir unas pizzas a domicilio (en el caso, cada vez más improbable, de contar con domicilio y no con una habitación compartida con desconocidos). Hasta el mítico calvo de la lotería, el ángel exterminador de la pobreza que por desgracia ha desaparecido de la programación prenavideña, si hubiera sido agraciado con el primer premio que anunciaba hoy no tendría ni para pagarse un tratamiento decente contra la alopecia en una clínica turca.
Con la democracia pasa algo parecido. Nos la vendieron como la panacea que garantizaba la libertad, el progreso y la convivencia armónica. Sin embargo, poquito a poquito, su promesa de utopía social se desvanece como un eco en el desierto. El sistema está en cuidados intensivos no porque haya sufrido un ataque violento y repentino, sino por pura dejadez. Podríamos aplicarle aquello de «entre todos la mataron y ella solita se murió». Pero seamos honestos: de solita, nada. Aquí todos hemos empuñado, si no el puñal, al menos la almohada para ahogarla tumbándonos a la bartola sobre ella.
El Parlamento se ha convertido en un reality show de bajo presupuesto donde el debate de ideas ha sido sustituido por el «y tú más». La hipocresía es allí el patrón oro. Ven la paja en el ojo ajeno pero jamás la viga en el suyo, y cometen los mismos errores (a veces delitos) que critican en el adversario, convencidos de que, si lo hacen «los nuestros», no es corrupción, sino picaresca patria que habría contado con la aprobación de Quevedo.
¿Qué decir de la Justicia, o lo que queda de ella tras pasar por la trituradora partidista? El espectáculo es esperpéntico: por poner un ejemplo, contamos (contábamos) con un Fiscal General del Estado condenado sin pistola humeante alguna, mientras que el defraudador confeso al que debía investigar contempla extasiado el panorama desde un ático privilegiado fumándose un Cohiba. La Justicia ha dejado de ser aquella señora ciega con una balanza para convertirse en la vieja del visillo. O en una casquivana concursante de “La isla de las tentaciones”.
Y no miremos hacia otro lado, porque la democracia no solo muere por los excesos del poder, sino también —y principalmente— por nuestra pereza. Hemos dimitido del pensamiento crítico. Es mucho más cómodo que una soflama vacía de contenido nos diga qué debemos pensar que debatir sosegadamente con argumentos qué camino debemos tomar para mejorar las cosas. Pensar cansa, disentir incomoda y asumir la complejidad no da likes.
Esta dejadez, tolerada e incluso fomentada por un sistema que prefiere consumidores dóciles a ciudadanos exigentes, ha abonado el campo para los radicalismos. No es que la gente se haya vuelto loca de repente: cuando el médico de cabecera solo te receta paracetamol para una gangrena, es normal que la gente acabe yendo al curandero que promete amputar y sanar con imposición de manos, aunque su botiquín incluya ideas atenten contra los derechos humanos más básicos. Compramos el discurso del odio porque

el discurso de la solidaridad nos suena a canción antigua, de esas que ya no están en las listas de éxitos de Spotify.
¿El resultado? Una democracia zombi. Camina, vota y respira, pero está poseída por un hongo más devastador que el de “The last of us”. Una criatura que, en un giro macabro, ya no solo se tambalea desorientada, sino que ha empezado a devorar a su propia progenie de ciudadanos.
No obstante, no nos pongamos trágicos, que no va en sintonía con el espíritu navideño. All I want for Christmas is you!, tarareamos mientras se hunde nuestro Titanic. Con todo, aunque su sistema inmune esté bajo mínimos y sus constantes vitales flaqueen, la democracia aún no está enterrada. Eso sí, quizá sobreviva simplemente porque a los dueños del casino les conviene mantener la ilusión: es vital que el pueblo crea que sigue siendo libre y que decide su destino, mientras la banca sigue ganando siempre.
Sea como fuere, y por si acaso el guión cambia, yo llevo un par de décimos para el sorteo del 22. Si la chiquillería de San Ildefonso me canta el Gordo, espero que al menos me alcance para una botella de cava Gran Reserva. Dicen que el dinero no da la felicidad, pero garantiza un olvido de primera calidad. Y tal como está el patio, beber para olvidar, aunque sea un ratito, tal vez sea la inversión más sensata que nos quede.


Javier Serra

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