Portada » EN UNA CIUDAD CUALQUIERA (1956)

EN UNA CIUDAD CUALQUIERA (1956)

Se lo piensa dos veces antes de tirar de la cisterna por no hacer ruido; no quiere despertarla. El agua caliente se pierde por el desagüe del lavabo mientras juega con el jabón sin prisas, porque le agrada la película de espuma que se forma en sus manos. Al otro lado del espejo unos ojos castaños le devuelven la mirada que esquiva por no reconocerse en la mujer que la mira de frente. Se frota las manos y las esconde bajo los brazos para darles calor, aunque Amparo solo consigue que el cuerpo le tiemble y los pezones se le pongan como dos chinarros del Molinar.

Envuelta en sueño, se cuela entre las mantas y se pega al cuerpo de Cinta, pero las ocho campanadas del reloj de Santa María marcan el comienzo de un nuevo día: «se nos ha hecho tarde». Se levanta despacio, total ya no tiene remedio. Vuelve al baño pensando que es una suerte compartir el mismo servicio comunicado por las habitaciones. Con prisas deshace la cama y deja caer el pijama sobre las sábanas, pero primero busca en la cómoda la ropa interior…

La ducha está caliente, no para echar cohetes pero lo está. El invierno fue tan duro, que reventó las cañerías de plomo, lo que fue fatal para Joaquina y Lirio, que no les quedó otro remedio que acarrear agua de la cocina a las bañeras.

Cinta abre los ojos con el cuerpo vuelto hacia la ventana, y una mano palpando entre las mantas el otro lado de la cama, que aún conserva la calidez de la piel de Amparo. A través de la puerta entornada del baño, oye correr el agua de la ducha. La tímida luz de la mañana se cuela sin miramientos. El viento sacude contra la pared, con golpes cortos y secos, uno de los postigos destrabados. Se arrebuja en la bata y se acerca. El frio traspasa el cristal helándole la cara, aunque en ese momento a penas lo nota. La doble vida que lleva hace que se sienta sucia: Amparo no se lo merece; tampoco su hermana Inés.

Las manillas fluorescentes del reloj marcan las ocho pasadas. Ya llegan tarde a la fábrica y la tendrá gorda con José, pero no le importa. Está harta de seguirle el juego, de ser la mujer inteligente; la que mantiene en las reuniones y las sobremesas, el interés de una conversación cuando se queda sin argumentos; la que se acuesta con él, por no perder lo que más quiere en el mundo…

Tras la puerta de la habitación, la voz estridente de Joaquina contrasta con el acompasado sonido del agua al caer. No tiene novio y no entiende porqué. Se quiere así misma, y eso hace que no se percate del acné marcado en su piel, ni el exceso de grasa en el pelo, que le da ese aspecto tan desaliñado. Joaquina es feliz y la envidia, con una envidia sana, por mirarse al espejo y quererse; porque no tiene dos caras, porque le hace guiños a la vida a pesar de cobrar dos pesetas y ocupar una casa de dos llaves en un barrio marginal con personas como ella, hacinados de mala manera.

El final de la guerra la trajo al mundo y se llevó a sus padres sin más compañía que la tuberculosis. La Gota de Leche fue su hogar hasta que tuvo la edad para servir… Joaquina sigue cantando y ella sonríe pensando, que si algo tiene de bueno la voz atiplada de la muchacha, es que te espabila rápido. Tendrá que hablar con Inés para que la deje trasladarse al piso, hay habitaciones de sobra.

Se viste de prisa, no hay tiempo para más, y acaba de ajustarse las costuras de las medias. Apoyada en el quicio de la puerta del baño contempla el ritual mañanero de la persona que realmente le importa, con el cuerpo envuelto en la toalla, Amparo a través del espejo, le dedica una sonrisa que agradece, porque siempre le ilumina el día. Espigada y de cara angulosa, a sus treinta años, aún conserva un cierto aire adolescente que le hace parecer mucho más joven. Se maquilla apenas nada, un poco de brillo en los labios y algo de rímel son suficientes. En cambio ella necesita más, por algo le lleva casi una década…

Montando la película de sus vidas, cada una sale de su habitación: es lo que de ellas se espera, y es a lo que juegan. Joaquina no está, así que sus labios se rozan con premura.

Por el pasillo se escapa un agradable aroma a café y tostadas. En el comedor están sus hermanas. Luisa, aún sin vestir, mordisquea distraídamente el pan con la mantequilla. Como de costumbre, un reguero de migas salpica el plato y parte del mantel. Desde que murió su hija mantiene un absurdo monologo al que ya están acostumbradas. La observa con pena porque la ve diluirse día tras día, entre las paredes de la casa.

El remordimiento no la deja en paz cuando mira a Inés, su otra hermana,  inmersa en el papel de esposa y madre, cuya única finalidad es complacer los deseos de José, su marido, esa fiera con el que de puertas a fuera, vive felizmente encadenada.

— Otra vez se os ha hecho tarde…

La mano de Inés revolotea por encima de las pastas de almendras que Lirio compró para el desayuno. Le privan los dulces y hace tiempo que perdió su figura, cosa que no parece importarle, tal vez piense que no tiene a quien gustar porque su marido es un bragueta floja: así es como se refiere al padre de su hija, delante del pequeño mundo de mujeres que encierra la casa.

 ─ Estuvimos liadas con el papeleo de una partida de paño para capotes. Va para Zaragoza… Se nos hizo tarde en la fabrica.

 Lo dice sin mirarla, con los ojos fijos en la tostada de su hermana mayor: «Cómo es posible que sea tan ingenua». Se sirve un café sin azúcar. Está muy caliente pero no le importa. Se lo bebe con prisas alegando la hora que se les ha hecho. Esta vez mira a Amparo, recordando cómo se conocieron tres veranos antes en Altea, la noche de San Juan.

Da gracias a la vida porque la aceptó sin más; corrían tiempos difíciles  y ella le ofreció techo y trabajo en la fabrica, nada mas lejos de la realidad, porque el que decidía sobre sus vidas era su cuñado José, y este tenía un precio…

Se despiden con un beso lanzado al aire. Las campanas del reloj de la iglesia de Santa María hace rato que dieron las nueve. En la portería Marieta, complacida, se atusa el moño redondo y prieto como una rosquilla. Casi ha terminado de fregar la escalera… Con una, disculpa y un buenos días, que a la mujer ya no le parecen tan buenos, salen a la calle. El viento arrecia, y se levanta un revuelo de abrigos y bufandas.

Conduce despacio. Está empezando a llover.

Gudea de Lagash

Deja un comentario