Portada » EMPEZABA A ENTENDER

Le resultaba extraño que no hubieran sido los gritos de su madre, reprendiéndole por su hora de llegada, los que lo habían despertado, tampoco había sido el barullo habitual de sus hermanos o el elevado volumen del televisor. Era extraño pero la casa estaba silenciosa. La verdad era que no acababa de comprender que lo había despertado; tampoco podía achacarlo a haber descansado lo suficiente, apenas llevaba en la cama cuatro horas, solo eran las doce del mediodía; pero de lo que estaba seguro es que ese día no había sido, como todos los días, el histerismo de su vieja. No, hoy no gritaba, estaba de arrodillada junto a su cama, llorando a moco tendido como si le hubieran dicho que el mundo se terminaba.

Se había levantado de la cama sin que su madre interrumpiera el llanto, ni se moviera una pizca de su incómoda posición y se había quedado viéndola lloriquear; Él se encontraba raro, algo le debía pasar, se había despertado sin resaca, no le dolía la cabeza, no tenía arcadas y no le dolía  ninguna parte de su anatomía y eso que estaba seguro de que la noche anterior había pimplado más que cualquier otra, e incluso recordaba haberse había hecho algunas rayitas a las que le convidó un finolis con ganas de darse a conocer por el barrio… y hasta puede que también hubiera comido alguna pílula; no lo recordaba bien. Pero se encontraba ligero y fresco como cuando era un crio, hay que ver lo listo que es nuestro cuerpo, ya se iba haciendo a la función, ¡joder lo que sabía el Darwin ese! Con cuatro botellones más no habría garrafón que lo tumbara.

Fantasma

Había trasteado por toda la habitación buscando una china de hachís que estaba seguro que llevaba cuando llegó, sin que su madre se moviera o dejara la llantina. Ni siquiera se había dignado en mirarlo. A lo mejor era que anoche el viejo también había vuelto cocido.

Hincó los dedos entre los rizos de la permanente materna y se los alborotó sin que la mujer reaccionara con la furia acostumbrada.

Estaba amable, eso debía aprovecharlo y le pidió treinta euros. No coló, de hecho ni siquiera le contestó, ni le miró. La había cogido llorona y no tenía freno.

Por lo menos hoy se libraría del acostumbrado sermón y el rosario de admoniciones de todos los días. No se había movido de aquella ridícula posición de sumisión con las manos juntas sobre la frazada que él acabada de abandonar. Parecía una de esas personas que van a la iglesia.

No se oía a nadie por la casa, ni siquiera el televisor, el habitante que más se hacía de notar, al menos cuando no había gresca; o su padre seguía durmiendo la tajada o se había ido al parque donde los parados y los jubilados, o sea todos los hombres del barrio, se maceraban hablando de futbol,.

Él, también estaba en el paro, y sin cobrar un céntimo, pero se las arreglaba para ir trampeando, con algún trapicheo, algún bolso, que accidentalmente, caía en sus manos, algún escalo, o las cazas de móviles al vuelo cuando iba de paquete en la moto de un colega, con todo eso, aunque siempre algo apurado, le llegaba para ir a los botellones que casi todos las noches se montaban en la explanada que había quedado cuando ardió la fábrica de conservas.

Fue a la cocina, más por rutina que por otra cosa, porque no tenía hambre y, lo que era aún más extraño, tampoco tenía sed. De todas formas no había nada que llevarse al gaznate. Ya se tomaría una birra en el cuchitril del Sopas, allí curraba la Sonia y, sí se la pedía cuando el jefe no la miraba, ella no se la cobraría.

Por el pasillo se había cruzado con el gato que, al verlo, había empezado a recular mirándolo con los ojos abiertos como platos, como si nunca lo hubiera visto, se había arqueado como una puerta románica, había erizando todo el pelaje y le había dedicado un bufido amenazador.

Ese gato estaba, cada día, más gilipollas, mira que hacerle eso a él, al que todo se lo consentía. Hoy no había nadie sano en aquella casa. Lo mejor era abrirse cuanto antes, no fuera a ser contagioso. Al sobrepasar el rincón donde se había refugiado el misifu, este había salido disparado, como si hubiera visto un fantasma. Estaba tope raro el bicho.

Andaba cavilando sobre que haría después de la cerveza y no se le ocurría nada, no estaba acostumbrado a andar despierto a esas horas. Ni en sus peores resacas había madrugado tanto. El sol estaba muy alto todavía. Y el caso era que no tenía ni gota de sueño. Buscaría a alguno de sus colegas e irían al centro a trincar algo que les ayudara a buscarse la vida para la noche, ninguno trabajaba, no sería difícil encontrarlos, aunque lo más seguro es que siguieran todavía en la piltra. Seguramente les mosquearía que los despertara, pero no iba a andar todo el día, solo, dando vueltas hasta que se levantaran.

Al llegar al vestíbulo cogió las gafas de sol, se las puso y se miró en el espejo, como hacia cada vez que pasaba ante él, también el azogue estaba de morros con él y no le quiso devolver la imagen. ¡Vaya día que llevo, todos están pasados, hasta el espejo!

Mejor salir zumbando de allí, antes que los miasmas que andaban por el aire le jodieran el día; cogió el dinero que alguien había dejado sobre el taquillón, seguramente para pagar algún recibo y se lo metió en el bolsillo. Iría a lo del Sopas a fardar de su título de licenciado en paro… y con muchos años de experiencia.

Salió al rellano sin tener consciencia de haber abierto la puerta.

El ascensor estaba subiendo y cuando llegó se abrió la puerta;  del estrecho cubículo salió su padre por la angosta rendija que le dejaban dos operarios, vestidos con pulcros trajes negros que transportaban un ataúd algo más alto que él, su padre no lo había reconocido y tampoco los de negro parecieron verlo.

Él empezaba a entender lo que pasaba… ese día, con toda seguridad, no iba a estar demasiado participativo en el botellón.

 

 

Alberto Giménez Prieto

Katena

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