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Hace unas semanas, en cuanto desapareció el toque de queda y se relajaron las restricciones en la restauración, salimos a cenar con familiares y amigos. Celebramos ese hecho tan normal hasta hace año y medio como si fuera un momento único. Es bien cierto que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Todo ello aderezado con una buena dosis de prudencia, porque el coronavirus sigue ahí y no entiende de fases o desescaladas. Ya decía Aristóteles que ejercerla en cualquier aspecto de la vida es la forma más adecuada de alcanzar la felicidad.

Me resultó curioso que algo tan fundamental y en apariencia imposible de cambiar en un restaurante como el hecho de que el camarero traiga las cartas a la mesa haya desaparecido por completo, sustituido por la lectura de un código escaneado por el móvil. Hasta alguien patoso con la tecnología como yo se ha habituado a esto a una velocidad de vértigo. ¡Todo sea por volver a comer bien en buena compañía!

En eso llegó uno de los momentos cumbres de la velada:

—¿Qué va a tomar el señor?

Uno se siente tan libre en esos momentos… Tan dueño del Universo. Siempre que disponga uno de recursos para costeárselo, el placer de elegir a voluntad lo que se desea es inmenso, por mucho que Sartre insistiera en que ser libre es la peor de las condenas. Y por mucho que nos proclamemos deterministas negando la existencia del libre albedrío.

Dejando de lado la polémica filosófica sobre la naturaleza de la libertad humana, lo verdaderamente importante parece ser disponer de la opción de elegir. Que en el restaurante me ofrezcan variedad de productos. Trazando un paralelismo con el Estado y como decía Hannah Arendt, este debería centrarse en crear nuevos espacios de libertad. Cuantos más derechos y libertades, mejor.

Pero no con algo tan técnico y trascendental como la vacunación contra el Covid. Ahí voy.

En una cuestión como esa solo deberían imperar criterios científicos, y si estos dictaminan que tanto una vacuna como otra (en este caso el dilema estaba entre Astra Zeneca y Pfizer) son equivalentes, entonces el criterio debería ser puramente administrativo. De los apellidos que empiecen con la letra A a la L una, el resto otra, por ejemplo.

¿Por qué creo que permitir este tipo de elección no es una buena idea?

¿Se imaginan que el cardiólogo que le tiene que operar delegara en usted la técnica a utilizar? ¿No le diría que lo valorase él? Aunque le asegurara que son totalmente equivalentes (lo cual es imposible), supongo que usted optaría por transmitirle algo así como “actúe conmigo como lo haría con su propio hijo”. Por si fuera poco, sabemos que ambas opciones de vacunación no son equivalentes.

¿O que tuviéramos que diseñar un edificio en el que vivir con varios vecinos y en vez de dejarle la cuestión a los arquitectos trazásemos democráticamente los planos en junta ordinaria sin saber distinguir entre una pared maestra o el fregadero?

No parece tener demasiado sentido.

Además, ya hay pseudociencia de sobra campando a sus anchas hoy en día a través de las cada vez más omnipresentes redes sociales (está al alcance de cualquiera hablar de los horóscopos, de remedios caseros, del Karma o chafardear sobre los demás. No lo está tanto estudiar y tratar de ser medianamente riguroso), demasiada fake news y charlatanería como para añadir más leña a ese fuego dando a elegir algo que ha costado tanto esfuerzo científico descubrir (y logístico para fabricarlo en masa y distribuirlo) como si fuera el menú de un restaurante.

Y ya para rematar la faena, si yo formara parte de las autoridades de este país, estaría muy pero que muy preocupado por el hecho de que, habiendo intentado dirigir esa elección entre una vacuna y otra hacia una segunda dosis de Pfizer (recordemos que para que a uno le inyectaran de nuevo Astra Zeneca había que firmar un consentimiento aceptando los riesgos), aproximadamente el 80% de quienes deben elegir se decantan por Astra Zeneca. Una gran confianza la que demuestran los ciudadanos en sus autoridades, ya ahora incluso en temas puramente científicos. Si se pierde la confianza en las instituciones, la democracia se tambalea.

Javier Serra

Valenzuela

MRW

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