Dar la felicidad y hacer el bien, he ahí nuestra ley,

                                 nuestra ancla de salvación, nuestro faro, nuestra

                                 nuestra razón de ser.  (Amiel)

        Suena el teléfono fijo de casa, voy a cogerlo, pero mi mujer, Aurora, se ha adelantado. Me quedo en espera mirándola y observo en su cara gestos extraños mientras escucha y, después de unos segundos abre como platos sus ojos verdes que yo interpreto como de asombro o de inquietud latente. Me alarga el teléfono al tiempo que me dice:  “Es para ti, tu amigo Octavio”. Efectivamente, era Octavio, amigo cabal desde hace más de 30 años, profesor de Biología y, como solía decirse antes, buen cristiano, que era como decir que era portador de muchas virtudes o valores como se dice ahora. Quería verme y me emplazaba para aquella misma tarde en el lugar de costumbre, en la terraza de una cafetería bajo los tilos en flor derramando agradable perfume en la plaza de Bib-Rambla. Me ruega que sea puntual y que no falte porque no admitía dilación alguna, y sin más cortó.

   Me quedé pensativo con el teléfono en la mano y mi mujer que había estado observando mientras yo hablaba con Octavio me preguntó: ¿Has notado cuando hablabas con Octavio lo mismo que yo? Inmerso en mis pensamientos como estaba tardé un tiempo en contestar y, finalmente pregunté qué había notado ella y qué tenía que notar yo. Aurora sólo dijo: “nada, nada, no sabría expresarlo, vamos a dejarlo”.

      Acudí a la cita a la hora convenida y ya me esperaba sentado y en la mesa con dos tazas de té verde que era lo que siempre bebíamos. Lo encontré jovial, como siempre, bien vestido, aseado en todos los sentidos y perfumado con su colonia de siempre “Víctor”, “Aqua di Selva”, que lleva usándola desde hace ya muchos años. Hago esta observación porque siempre me fijo en el aseo personal y en la vestimenta, porque es la señal, el símbolo visible en parte la salud del cuerpo y la pureza del alma y de la moral y hasta la alegría del espíritu. Los legisladores antiguos hicieron de la limpieza un dogma bajo el nombre de pureza: abluciones, baños, bautizos, purificaciones…

   Los años no han causado mella y menos aún en su mente ni en su carácter. Después de los saludos y preguntas habituales en estos encuentros, Octavio me explica el motivo y la urgencia de la cita: Quería despedirse porque se iba muy lejos y para siempre, pues el viaje que emprendía era hacia el otro mundo. Como él notó en mi cara y mi sonrisa la incredulidad de lo que me estaba contando me salió al paso y me dijo: “Quisiera poder explicártelo más claro y convincente, pero no sé hacerlo a pesar de haber estado dando clase de Biología durante 35 años. Sólo puedo decirte que he sentido la “LLAMADA”, sé que me voy ya, tampoco sé el porqué, pues mi salud es excelente. Y pienso que aún no he completado mi vida en la tierra, pero el hado, el destino, el cielo o la Divinidad así lo han decidido. Quizá quiere que no vea el cambio que se avecina del mundo, que ya hace años que ha empezado y con una celeridad agobiante, propiciado por políticos sin seso, sin formación, sin alma y sin honor, por una parte; y por otra el olvido de Dios, y sin Dios el mundo se derrumba. Para vivir en paz y progreso es imprescindible la religión y, ésta, donde aún persiste se la ha acomodado cada uno en particular “a la carta”, según convenga a sus intereses desde lo más elevado del clero al más humilde de los creyentes. Existen leyes justas pero no se cumplen, y en su lugar se promulgan otras que son injustas y en absoluto en beneficio de la sociedad. Si se cumpliera tan sólo una pequeña parte de los “Diez Mandamientos de la Ley de Dios” la tierra volvería a ser el Paraíso.

   La civilización actual llegará muy pronto a su fin por falta de hombres superiores en las escalas de mando en los pueblos y en las naciones. Todos sabemos que somos más ricos en bienes materiales, en conocimientos y en posibilidades de acción, pero al mismo tiempo se ha producido una atrofia gigantesca del espíritu, de la vida interior. El desarrollo de los malos instintos está a flor de piel, el mundo no ha mejorado…

   Como no le interrumpo y permanezco en atento y preocupado silencio, pregunta: ¿Me estás escuchando?

-Claro, claro que sí, cómo no” -le contesto.

Una prueba evidente de lo que te estoy diciendo sobre lo que se avecina lo tienes en la guerra de Rusia-Ucrania -tan cercana- la de Israel y Hamás y otras muchas de las que apenas se dan información. Y todo ante la pasividad de las naciones y de esos ostentosos, arrogantes y carísimos organismos internacionales vigilantes de la paz. La expresión “el hombre es un lobo para el hombre” está más viva que nunca. Pero hay que gritar con fuerza que es injusta esa sentencia respecto al lobo porque entre ellos no se matan. Los animales señalan su territorio con olores o con gritos, los pájaros con cantos desde una rama, desde una cornisa o desde un poste. ¿Cómo lo hacemos los humanos? Con guerras, matándose y destruyendo, y cuando se deciden por fin a intervenir, lo hacen sólo en uno de los contendientes suministrándole más medios de destrucción y muerte, en vez de practicar esa sabia sentencia de que “con la concordia crecen las cosas pequeñas. Con la discordia se hunden las más grandes”.

 En los casos más leves actúan con represalias que nunca sufren los responsables sino el pueblo y siempre los más pobres. Por otra parte, los animales no explotan ni destruyen la Naturaleza, los humanos sí y estamos a punto. No obstante, la expresión “cambio climático” se ha convertido en mantra que todos repiten, pero sin poner remedio.

Llegados a este punto Octavio me dice que daba la entrevista por terminada, pues esperaba a otro amigo del que quería despedirse. Puesto ya en pie para marcharme, me dijo convencido y con mucha seguridad: “Sólo debes recordar que fuimos fieles amigos en el más noble de los sentidos y seguiremos comunicándonos como hemos venido haciendo durante estos 40 años, pero, DE OTRA MANERA.

   Nos despedimos con una emoción distinta a otras ocasiones, esta vez fue de desasosiego. Me fui derecho a casa inmerso en mis pensamientos, sobre todo lo que me había contado Octavio, y en ese vacío que se produce en esos casos en nuestro interior se precipitó una avalancha de recuerdos, sentimientos, ideas… Me vino a la memoria aquellas palabras de Ortega y Gasset: “Cuando un pájaro abandona la rama en la que ha cantado deja en ella un estremecimiento. Cuando un sonido sacude el aire, los objetos circundantes se sienten vulnerados deleitosamente en no sabemos qué elemental sensibilidad oculta bajo el mutismo de su inerte materia; despiertas por el son transeúnte, y vibran conmovidas las pobres cosas, piedra madera o metal, y envían tras él íntimos rumores de respuesta que solemos llamar resonancia”

    Esto fue lo que yo sentía cuando me despedí de Octavio bajo los tilos de la plaza Bib-Rambla: estremecimiento y resonancias, muchas resonancias y con ellas llegué a casa por inercia, y fue mi mujer la que me sacó de mi ensimismamiento cuando me preguntó qué quería  y de qué habíamos hablado Octavio y yo.

 – Pues… de cosas dije maquinalmente, por decir algo, pero como mi mujer no se dio por satisfecha, pues tuve que contarle la verdad.

   Fue entonces cuando ella también me dijo su verdad cuando habló con Octavio por teléfono y no quiso o no pudo explicarme los gestos de extrañeza de su cara y de sus ojos. He de confesar que mi mujer, Aurora, posee un don natural, un instinto, inspiración, prodigiosa sensibilidad o sexto sentido para detectar lo más oculto de las cosas, y especialmente del alma humana. Quiero decir que posee esos conocimientos no explicados por la Psicología, la Biología y la Física y que tienen el nombre de PARAPSICOLOGÍA. En este caso de Octavio, lo que tocó su fibra sensitiva, según ella, el timbre, el ritmo, el tono de la voz y un no sé qué, que denotaba claramente una sensación de desasosiego y angustia y a la vez de misterio.

Son cosas, lo dijo muy bellamente con su lenguaje galano Ortega y Gasset: “Son los rumores que se escuchan en la selva interior cuando un viento ideal lo ha agitado”.

   Después de la cena, en la sobre mesa volvió a salir el tema del encuentro con Octavio. Mi mujer sólo lo conocía superficialmente, de algunos saludos y algunas palabras sin importancia, ocasionales. Y sólo me comentó la primera vez que lo vio que tenía una gran majestad en sus facciones, tranquilidad en su rostro y un gran misterio en sus ojos negros. En aquella ocasión me limité a sonreír en señal de conformidad. Esta vez me pide que le hable de su personalidad, de su carácter, de sus aficiones, de sus virtudes, de sus defectos, des sus pasiones… vamos, me pedía un imposible, como si yo fuera poseedor de la “ciencia infusa”. Meterse en el alma y en el espíritu de otra persona por muy bien que se le conozca es una empresa fallida, pues siempre quedan zonas ocultas, inaccesibles, y casi siempre marca la dirección del comportamiento las circunstancias.

Volviendo a Ortega: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Y escogiendo en jardín ajeno, Cervantes lo expresó a la perfección: ”Cada uno es hijo de sus obras”.

    Esto sí puedo confirmarlo, sus obras sí que eran excelentes. Y a pesar de haber cumplido los 86 años nadie podría considerarle en su aspecto físico como un viejo, como un anciano, conservaba, como en cierta ocasión me lo describió Aurora “esa gran majestad de sus facciones, la tranquilidad en su rostro y un gran misterio en sus ojos negros”.  En cuanto a su espíritu, su alma y su pensamiento sigue en su esplendor y adornado con todas las virtudes, aunque a primera vista da una sensación de insólita gravedad para aquellos con los que no tienen suficiente confianza, pues suele ser parco en palabras. Pero cuando abre la boca, una sensibilidad exquisita, una dulzura encantadora emana de sus palabras, prueba evidente ha sido que en sus clases de biología no era necesario pasar lista al alumnado porque todos acudían y le escuchaban en el más absoluto silencio.

     Si elevados son los valores que adornan a Octavio yo destacaría el que para mí, que presumo de conocerlo bien, el de su personalidad, como antítesis de esa aparente gravedad de profesor adulto, siempre saltaba al exterior ese “niño acurrucado y escondido” que todos llevamos hasta el final en nuestro interior.

   En cuanto a sus aficiones, a parte de su profesión, la Biología, practicaba un amplio abanico: Filosofía, Antropología, Arqueología, y muy especialmente, la “parapsicología”, esos fenómenos no explicados por la Psicología, la Biología y la Física que entran en el misterio porque escapa a todo razonamiento lógico y se le ha denominado como “paranormal”. En todos nuestros encuentros siempre salía a relucir este tema del que además de apasionado era un experto.

   En cuanto a sus creencias religiosas, lo tenía todo muy claro, no había ocasión en la que se expresara de esta manera: “Hay quienes dudan de la existencia de Dios; yo, sin embargo, lo veo continuamente en mis estudios y en mis clases de biología. En una simple hoja de árbol veo la mano de Dios. Pensaba lo mismo que aquel científico inglés, Isaac Newton, que dijo esto: “Me basta con examinar una brizna de hierba o un puñado de tierra para confirmar la existencia de Dios”. Comulga con las palabras que Séneca le escribió a su amigo Lucilio en una etapa de depresión: “Dios se halla cerca de ti, está contigo, está dentro de ti”.

   Octavio siempre me decía al final de nuestros numerosos encuentros: “no desperdicies nunca ninguna ocasión en que puedas hacer el bien; la recompensa es inmediata, está en haberla hecho”. De esta manera solían ser nuestras despedidas. En síntesis, se podía calificar la personalidad de Octavio, como de lo más sencillo y al mismo tiempo de lo más complicado. Cuando analizamos a una persona nos solemos fijar sólo en la superficie y de ahí no pasamos y por eso cometemos tantos errores. Octavio tenía ya muchos años, 86, pero estaba radiante de juventud eterna. Era como afirmaba el catedrático de microbiología de la Universidad Rockefeller en Nueva York, René Dubos: “En un lugar del corazón se tiene siempre 20 años”.

    Pasados dos días de mi encuentro con Octavio y de la charla con mi mujer, Aurora sobre su personalidad, al volver a casa por la tarde de mi paseo habitual me dice con manifiesto temblor y desasosiego: “Acaba de llamar la hija de Octavio para decirnos que su padre ha muerto”. Como no dije nada ni expresé sorpresa alguna, mi mujer me preguntó con cierto azoramiento: ¿Has oído lo que te he dicho?

   Yo supe antes que ella que Octavio había muerto. Se habían cumplido al pie de la letra sus últimas palabras: “Seguiremos comunicándonos, pero de otra manera”. Y así se cumplió.

 No siento su ausencia porque sé que estará en ese lugar que dijo San Pablo en su Epístola a los Corintios (I-2-9) “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que aman”.

  Y tú, Octavio, le amaste mucho como Él ordenó: en todos los demás, en el PRÓJIMO.

 Granada, 20 de julio de 2024

ROGELIO BUSTOS

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