EL SÉPTIMO DÍA (2/7)
En El séptimo día (2/7), Sergio Reyes Puerta nos sumerge en una distopía oscura y angustiante, donde el apagón total despierta el miedo más primario del ser humano. Un relato de supervivencia, fe y locura que combina terror psicológico y crítica existencial con una prosa inquietante y precisa

(Viene de: … desde que perdiera totalmente la confianza en el prójimo, hace unos días)
La noche, antes del gran apagón, solía ser silenciosa. Bueno, no; en realidad no lo era, pero cuando disponías de luz con tan sólo apretar un botoncito y podías comprobar la ausencia de amenazas, la mayoría de sonidos te pasaban desapercibidos. No les dabas importancia. Ahora es otra historia. Ahora que estamos a oscuras, con cualquier ruidito te jiñas por la pata abajo. Y más sabiendo que andan sueltos varios de esos bichos que escaparon de los laboratorios del campus de Teatinos. Eso decían por ahí. Que se habían dispersado tras el apagón y nadie sabía cómo pararlos.
Tenía confirmación fiable, porque un antiguo compañero, Javier, que trabajaba como técnico en el SCAI —ese centro que si se pone te analiza, entre otras cosas, desde un trozo de roca lunar hasta un virus mutante— me lo confirmó en una críptica llamada, justo antes de que cayera la red móvil. ‘Lo del IBYDA y el CIMES se ha ido de madre: han perdido el control en el subsuelo de Teatinos’, me dijo. Añadió que a la peor de todas esas bestias la habían bautizado como Tálasa, igual que la diosa del mar. Igual que el proyecto que la engendró. Después, colgó. No volvió a contestar y entendí que no me había hablado tan sólo un fallo técnico. Era una fuga masiva. De las que respiran y aprenden.
* * *
Acabo de regresar. A la escritura, me refiero. No me había marchado. Sigo en el armario, pero he escuchado un ruido y he dejado de escribir. Un instante antes solo oía el apenas imperceptible sonido del carboncillo del lápiz al deslizarse sobre el papel, al deshacerse en un finísimo polvillo negro para formar las palabras que esculpo a ciegas, letra a letra. Elegí usar lapicero porque con un bolígrafo, si le falla el flujo de la tinta, yo seguiría escribiendo en blanco sin saberlo. Pero tuve que parar hace un rato, cuando me pareció escuchar pasos al otro lado de la puerta del armario. No parecían pisadas humanas, lo que medio agradecí, pues visto lo visto en los últimos días, mujeres y hombres somos lo peor de lo peor. Aunque no saber a quién pertenecían las misteriosas pisadas tampoco me tranquilizaba. ¿Y si se trataba de esa criatura espeluznante, ese tal Tálasa, al que justo acababa de nombrar, en este mismo escrito, antes de que aquellas pisadas me interrumpieran? Como si al escribir su nombre lo hubiera invocado en una especie de conjuro torpe de científico descreído.
En fin, que esos pasos me hicieron detener la escritura. No quería que el artífice de dichas pisadas pudiera oír, si es que eso le resultara posible, el deslizarse de la mina del lápiz sobre el papel. Es curioso, ahora que lo pienso, que temiera más ser delatado por el susurro del lapicero que por mis propios latidos. En cualquier caso, me quedé muy quieto, sin moverme. Eso sí: con un dedo clavado en el folio. No me gustaría perder el lugar por donde iba escribiendo y espero haberlo conseguido. De no ser así, entre el punto en que me detuve y donde ahora retomo, puede quedar un gran espacio en blanco o, peor aún, se puede montar un texto sobre otro y las líneas afectadas resultarían difíciles de descifrar. Pido disculpas en cualquier caso por cualquiera de estos inconvenientes, si es que alguien, alguna vez, llegase a encontrar y leer estos papeles.
La buena noticia, por forzar una, es que los pasos que escuché, tras acercarse y pasar cerca de mi escondite, acabaron por alejarse. Mientras tanto, me acordé de las visitas de niño al Acuario de Benalmádena, no muy lejos de Málaga. Lo que más me impresionaba no eran los tiburones, ni las medusas fluorescentes. Eran los cocodrilos en su charca de cemento. Parecían dormidos, pero sabías que algunos acechaban bajo el agua, esperando a que un idiota se asomara demasiado. Hoy yo era ese idiota. Y Tálasa —o cualquier otro de los bichos huidos—, mi cocodrilo.
Aguanté la respiración para no delatarme. Es probable que hasta me pusiera un poco azul, por la consecuente falta de oxígeno. Cuando volví a tomar aire lo noté espeso, rancio, como si hubiera decidido esconderse, aterrado, dentro del armario. También recé en silencio lo poco que me habían enseñado mis padres cuando era niño, antes de que me alejara voluntariamente de Dios y las religiones, en favor de un muy científico agnosticismo. Es curioso cómo el miedo es capaz de resucitar la fe más esquiva.
(Continuará)
