Contemplo en esta tarde gris, como el ocaso de mi vida, el viejo reloj que acompañó tantas horas felices vividas a través de mi larga existencia, que ya va declinando como la tarde envuelta en sombras. Hoy el viejo reloj está callado, silencioso, mudo, en el rincón más oscuro de la sala. ¡Qué tristeza siento al verlo! Qué nostalgias acuden a mi mente al recordar que en épocas pretéritas él fue la alegría y el alma de mi casa. El corazón que latía, segundo a segundo, con ritmo acompasado, dándonos las horas, generoso, con aquel sonido firme y rotundo que parecía decir: “Estad tranquilos; yo velo por vosotros, yo cuido vuestro tiempo”. Era como el tótem de la casa, semejante a un gigante protector de todo cuanto habitaba bajo su techo.

¡Cómo sonaban sus fuertes campanadas el día que yo nací! Con su repique parecía anunciar que bajo su larga sombra paternal había venido al mundo un nuevo ser a quien, cual estático ángel de la guarda, se encargaría de cuidar y proteger para siempre.
Y desde aquel instante, su péndulo, sincronizado al rimo de mi vida, marcó al ritmo de mis pasos su vaivén. Mis pasos, su tic-tac, caminaban al unísono por el largo sendero que el destino, envuelto en velos y siempre veleidoso, tenía trazado para mí.
Las alegres Navidades que vivimos, siempre en su compañía, eran más entrañables y felices cuando, reunidos todos en torno al belén, escuchábamos expectantes dar sus doce campanadas, que en la noche bendita se oían más sonoras, anunciando emocionado un año más que todo un Dios había nacido de María. Era su manera jubilosa de unirse a nosotros para celebrar, como uno más de la familia, aquellas felices Navidades del pasado.
¡Qué alegre también era su voz el día que celebrábamos mi cumpleaños! Cuando puntual daba la hora exacta en que vine al mundo, su péndulo parecía bailar al ritmo de sus propias campanadas, que atiplaba cariñoso para desearme felicidad desde el fondo de su mecánica pero sensible alma de metal, orgulloso de compartir conmigo una fecha tan especial para mí como era el haber cumplido un año más.
Y así, pasando el tiempo para los dos, año tras año, él, siempre unido a mí, también marcó mi despertar a unas nuevas sensaciones jamás sentidas, precursoras de un primer amor.
Y ese primer amor, flor que nunca pierde su aroma, llegó una radiante mañana cuando, de improviso, apareciste en mi jardín. Tu mirada se cruzó con la mía y sin palabras, nuestras almas se hablaron con ese lenguaje silencioso y cómplice que sólo entienden los enamorados cuando, sin que ellos aún lo adviertan, poseen el tesoro más envidiable del mundo: la juventud y la ilusión.
Nos miramos largamente y luego, al acercarte a mí y tomar mis manos entre las tuyas, no supe qué corazón latía más fuerte. ¿Era el mío? ¿O era el de mi buen reloj que, por milagro de nuestro amor, su vieja máquina se había convertido de pronto en otro corazón?
Aquellos fueron tiempos muy felices vividos por los tres. Nosotros, envueltos en nuestro idilio, hilvanando sueños plenos de fantasías que en la ingenuidad de aquellos años pretendíamos convertir en realidades. Un mundo de esperanza se abría ante los dos paseando enlazados por el jardín cuajado de flores en aquella hermosa primavera.
Y mientras, el reloj, dichoso al contemplarnos, contaba la mágicas horas vividas en nuestro edén de rosas que traviesas, al vernos tan felices, abrían y cerraban sus corolas al compás del tic-tac de aquel reloj.

Mas, la felicidad es tan efímera como la flor de un día y todo aquello ya pasó. Se alejó el tiempo feliz que antaño disfrutamos. Poco a poco todos, uno a uno, se fueron de mi vida. Seres queridos, ilusiones poesías… En mi jardín, hoy yermo, las rosas se secaron… Y el día triste en que partiste tú, a mi viejo reloj, compañero fiel, de tanta pena… también se le partió su corazón.

Carmen Carrasco Ramos, Delegada Nacional Granada Costa

Deja un comentario