El pequeño abrigo rojo

Tenía treinta años cuando la vio por primera vez. ¡Sí, las hadas existen! se dijo, aunque ahora ya no lo recuerde. Olvidó como se enamoró de ella, amor a primera vista, cuando con su pequeña mano recién nacida le agarró con fuerza su dedo y su primer “te quiero” fue un llanto.

Los años pasaron con el viento de la razón y el dolor, para convertirlo en otro consumista de su propia producción. Cada día hacía el viaje de ida y vuelta a esa tétrica fábrica de suministros informáticos en aquel atestado tren subterráneo, donde cada minuto eran décadas de ficción y sueños perdidos en algún meandro de su imaginación. A pesar de todo todavía la sentía, pero como el libido latido de alguien que quiere irse de este mundo, la sonata de aquella pequeña hada era cada vez más lejana.

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La vida transcurrió como las paradas de ese tren, una detrás de otra, impávidas y casi sin vida, excepto alguna colorida sonrisa fugaz, entre tanto blanco y negro de alguna niña que lo miró como Wendy miró a Peter pan. Una vida tan común como sórdida, con una hoja de ruta escrita casi desde su nacimiento. Como serás, que te gustará y que no, que te dará vergüenza, que odiaras y que amaras, cuantas veces dirás te quiero y cuantas te cepillarás los dientes. Guiones obtusos de alguna mente triste. Sin embargo como todo niño sabe, sin creer que sea algo trascendental, la vida en sí misma no está carente de magia. Pero tal como le ocurrió al personaje de nuestra historia, al hacernos adultos nos crece un apéndice en nuestra cornea emocional, como un velo que filtra la magia y solo nos permite ver lo sólido y tangible, lo triste y políticamente correcto, el dolor y las puertas cerradas. Pero las vendas a veces se caen. Nos puede dar hasta miedo mirar y justo cuando están para caer suelen suceder cosas extrañas.

A pesar de que siempre se colocaba inmóvil ante el andén, junto a un gran número de personas que parecían mudas y abstraídas, comenzó a andar por éste casi deambulando y entre tanto traje gris pudo ver el reflejo de un pequeño abrigo rojo correteando entre pilares humanos. Para cuando llegó al final de la estación, la niña había desaparecido y oyó la irrupción de aquel ruidoso tren devolviéndolo a la realidad.

Su puesto en la oficina era tan sórdido como su propia vida. Todo lo que le rodeaba era gris, el teclado, la pantalla, la mesa, el montón de papeles, no tenía fotografías, ni siquiera un papelito amarillo de notas, su historia era en blanco y negro. Entre la ordenada montaña de hojas una de ellas estaba descuadrada y al empeñarse en recolocarla vio, como si fuese una llama en la oscuridad, el borde de un dibujo infantil, un corazón rojo pintado con los trazos de un lápiz de color. Tiró de la hoja y aparecieron las imágenes infantiles de tres figuras, una de ellas, la más grande era él mismo desde la visión de una niña. En ese momento llegó su jefe casi empujando con el tono de su voz y cuando hubo dejado caer toda su frustración sobre él, volvió a mirar el montón de papeles y el dibujo había desaparecido.

Al volver a aquella casa muda, de paredes desnudas, se detuvo en el pasillo ante aquella habitación que se congeló en el tiempo. Hacía ya mucho que aquella puerta estaba cerrada. Al abrirla comenzaron a temblarle las piernas y cayó de rodillas sintiendo en sus entrañas como algo se desprendiera para salir por su boca oprimiendo su pecho. Lloró al mirar aquella pequeña cama vacía, y los estantes de juguetes inmóviles y polvorientos. Allí estaban todos los colores que perdió su vida. Se dejó caer sobre el suelo y entró en un profundo sueño del que no querría despertar jamás.

El corría tras aquel abriguito rojo por un extraño andén que terminó por convertirse en un sendero. La niña giraba su dulce y sonriente rostro para mirarlo al tiempo que corría y él era feliz pensando en abrazarla como hizo tantas veces desde que nació. Su cabello dorado dibujaba el vaivén de su paso. Cuando la alcanzó, ella lo abrazó sin decir nada y el sintió la paz que buscaba. El bosque se llenó de colores hermosos. Ella lo apartó un instante y le dijo: Papa, no llores, las hadas nunca mueren.

Despertó de nuevo a su soledad, pero ya no era gris. Supo que dejaría de ver aquellas pesadillas donde solo había cristales rotos, aceite en el asfalto y un pequeño abrigo teñido de rojo. Supo entonces que tenía razones para vivir, un hada se lo dijo.

Manuel Salcedo

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