Portada » EL OCASO

Lo vio salir calmosamente del utilitario, cerrarlo sin prisa y aproximarse pausadamente hacía ella atravesando el pequeño jardín; lo esperaba, inquieta, apoyada en la jamba de la puerta tratando de leer en su rostro lo que tenía que decirle, pero ni su semblante, ni el modo de andar le revelaron nada. Tampoco él dijo nada aparte de un melifluo «Buenas tardes cielo»

A pesar de los años que llevaban juntos a ella le seguía costando saber lo que pasaba por su mente, si él no quería que se supiera, y por lo general no lo deseaba. Trató de descubrir su pensamiento con una mirada en la que puso toda la atención e intensidad de que fue capaz, pero fue un esfuerzo vano. No supo si es que ella aún no había aprendido a leer su pensamiento o que temía encontrar la respuesta.

Cuando llegó junto a ella, la besó, como siempre, pero tampoco en ese maquinal gesto descubrió nada que le permitiera extraer conclusión alguna. Estaba loca porque se lo dijera, pero le daba pánico preguntárselo, se dirigieron al interior de la casa; rutinariamente ella cerró la puerta y él colgó la chaqueta en la percha que había tras la puerta; como siempre cogió el periódico que había sobre el taquillón y caminó en pos de ella; entraron al salón donde entre lustros de recuerdos y el calor de la catalítica les esperaban un viejo televisor a medio volumen y un perezoso gato capado que, como saludo especial al recién llegado, abrió un ojo. Nada parecía haber cambiado en sus vidas, pero ella, aún sin atreverse a preguntar, seguía esperando que él dijera algo transcendental para los dos.

La Manga 010

 No le quitó ojo de encima, aunque no lo miraba directamente; él parecía ausente.

Ella, por tres veces, inició la ansiada pregunta, pero en las tres ocasiones, antes de concluirla, varió el enunciado hacia asuntos banales, las respuestas no fueron menos triviales, sin que en la voz de él se apreciara una crispación reveladora o algún timbre distinto delatador de lo que tanto ansiaba conocer.

El miedo que ella tenía a preguntar no era menor que la necesidad de él por contestar a la pregunta que nunca le llegaba.

Y así pasaron media tarde: la una sin atreverse a preguntar lo que ansiaba saber, el otro sin decir lo que le quemaba los labios y angustiaba a ambos.

 Sentados frente al televisor, separados tan solo por su silencio y el sueño del gato; él repartía su ausencia por las páginas de un periódico que no le interesaba, ella volcaba su inquietud frente a un televisor, que ya no ignoraba su ociosidad; eran incapaces de atender lo que tenían delante, a pesar de ser su entretenimiento favorito.

Él pasó varias páginas del diario, sin ver lo que decía: no le prestaba atención y tenía los ojos preñados de lágrimas. Suspiró, dejó caer el diario sobre sus rodillas y evitando la mirada de ella le dijo:

 —En todos estos años casi no hemos discutido, pero aun así, en este momento, maldigo el tiempo que perdimos en esas discusiones.

La vida tembló entre ellos, se sobrecogió el gato, que con una velocidad incoherente con su emasculación y con el pelaje erizado abandonó su colindante posición, emitiendo un lastimero maullido. Ella ya no tuvo necesidad de preguntar más, en ese momento supo el resultado de la biopsia.

 

 Alberto Giménez

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